Punto final.
Permanecí cerca de un minuto observando la puerta que
acababa de obstaculizar. Sabía que tarde o temprano cedería, y con ello se
pondría fin a mi existencia. Me dejé caer sobre el suelo, exhausto. Abracé mi
revólver, consciente de que él sería mi único aliado, aunque hubiera abierto
las puertas del infierno para mí.
Poco a poco, fui normalizando mi respiración ya que el
bombeo de mi sangre me reventaba las venas. Empapado de sudor, y sangrando
abundantemente por el hombro izquierdo, me apoyé en la pared y comencé a
reflexionar sobre todo lo que había sucedido ese 16 de junio de 2025.
Toda historia tiene un
antes… ¿y un después?
La alarma del despertador se activó a las 6 a.m. Llevaba
varios minutos esperando ese sonido, con lo que ello indicaba: la hora había
llegado. Apoyé las piernas sobre el suelo y fijé la mirada en el objeto que
también parecía esperar su momento; un revólver Smith & Wesson.
Había pasado algo más de un año desde que esta idea se trazó
en mi cabeza. Muchos meses de entrenamiento, escondido, como el cazador que se
relame antes de hincar el diente a su presa.
Ernesto Correa. El dictador todopoderoso que controlaba
España desde hacía ocho años. Impuso su ley a raíz del fracaso democrático en
el país. La deuda exterior y el desempleo hundieron a una nación que un día
soñó ser importante. Cuando la indignación del pueblo comenzaba a ser imparable,
Correa empleó al ejército y a la policía para hacerse con las calles,
limpiándolas de gente y ensuciándolas de sangre. No se llevó a cabo pacto
alguno con el gobierno. Sólo existía él.
El año 2017 fue el año de Ernesto Correa. Se negó a afrontar
la deuda con Europa y aisló el país. Un régimen totalitario se impuso, y no
había aliados ideológicos para este nuevo líder. Todos eran esclavos, por
naturaleza desde su nacimiento. Nadie se atrevió a salir a la calle. Los
cantautores dejaron de cantar. Los poetas dejaron de escribir. Sólo existía
miedo. Y sólo el odio más profundo era ajeno al miedo. Yo poseía ese odio.
El 16 de julio de 2025 Ernesto Correa daba el visto bueno
con su visita al campo de concentración recién construido a las afueras de
Torrejón de Ardoz. Pensado para albergar el sufrimiento de cerca de 90 000
personas, era imposible huir de él. Elegí ese día.
Un año antes
Mi cultivado odio hacia Ernesto Correa se materializó en
plan el día en que un policía llegó a mi bloque de pisos en Toledo. Tenía un
nuevo vecino. Hablamos del 15 de mayo de 2024. Sin familia, comenzó a vivir
solo en el piso. Lo asesiné apenas una semana más tarde. Me resultó fácil,
extremadamente fácil. Era la primera vez que mataba, pero no la primera que
presenciaba un asesinato.
No me demoré y busqué su uniforme. Todos poseían un chip de
seguimiento que desactivé sin mayor problema. Junto al uniforme encontré todo
lo que necesitaba: lentillas, placas, documentos de identidad, llaves, ordenador personal… todo. Me deshice del
cadáver y huí presto hacia una granja en las cercanías de Alcalá de Henares,
allí podría pasar desapercibido y concentrarme en el siguiente paso.
Orígenes
Yo era uno más del rebaño. Nunca destaqué en nada. Nunca fui
buen estudiante. Nunca fui buen deportista. Nunca tuve una pandilla. Y nunca
llegué a considerarme un buen hijo. Pero algo sí poseía: la capacidad de darme
cuenta de quién merecía respeto y quién no, y, en el primero de los casos,
otorgárselo. Por supuesto, mis padres lo merecían.
Hijo de Lola y Manuel, nací en 1994 siendo el menor de tres
hermanos. Vine al mundo y me crié en mi Granada, en un ambiente campesino y
humilde, donde la honradez en el trabajo de uno era lo más importante. No tuve
una educación privilegiada, ni llegué lejos académicamente, pero crecí con los
valores que pregonaban el sudor y la tierra. Suficiente para reconocer a un
corrupto cuando habla.
Mis padres fundaron un comedor social que se proveía de los
alimentos de la tierra junto a la libre aportación de cada ciudadano, aunque
evidentemente su funcionamiento dependía de una mínima ayuda anual por parte
del Estado. Mis dos hermanos mayores, Gabriel y Fernando, de los que me
separaban cinco y tres años, respectivamente, marcharon a estudiar a Madrid,
compaginando sus estudios de Derecho con un mísero trabajo que les ayudaba a
seguir tirando. Yo, por el contrario, decidí abandonar los estudios a los
catorce años y me dediqué a ayudar en el campo y, principalmente, en el comedor
junto a mis padres.
¿Por qué?
Desde 2008, el número de personas que frecuentaban el
comedor no hacía más que aumentar año tras año debido a la crisis económica.
Esto nos preocupaba profundamente, y cuando nos reuníamos toda la familia,
discutíamos sobre el asunto. Seguramente nuestras ideas no aparecerían jamás en
un periódico, pero nuestra conclusión siempre era la misma: el dinero no puede
desaparecer sin una buena razón, por lo que alguien debe de estar metiendo la
mano donde no debiera.
Y sin duda lo que más nos molestaba, era que quién la
pagaba, era la gente honesta, aquella que luchaba por el pan de cada día y
recibía menos de lo que su esfuerzo merecía. Y no lo decíamos por nosotros, no.
Claro que esto nos afectaba, pero la solidaridad que reinaba en mi familia nos
hacía seguir trabajando, aunque no sin sufrimiento.
Sin embargo, en el 2013 se produjeron una serie de hechos
transcendentales. De entre las numerosas medidas de recorte del gasto económico
del Estado, el Gobierno decidió acabar con las ayudas a los comedores sociales.
Esto afectó a mucha gente que, pese a la heroica solidaridad ciudadana, empezó
a padecer un hambre que hizo perder la cabeza a mucha gente honrada
perteneciente a la clase media. La crisis consiguió su objetivo, hacer
desaparecer la clase intermedia.
Las calles hervían. Los enfrentamientos con los cuerpos del
Estado resultaban diarios. Los asaltos a comercios, también. Personas que no
eran delincuentes, comenzaron a delinquir. Por supervivencia. España fue
expulsada de la Eurozona. La constante aparición de personajes a favor de la
revolución contra los poderosos provocó que el Gobierno desapareciese. Los que
pudieron, huyeron. Los que no, fueron juzgados por el pueblo.
El 2015 fue un año de incertidumbre política. En el 2016, ya
no existía la política. Existía la revolución. Y allí estuve yo, en pleno
centro de Madrid, junto a mis padres y mis hermanos. Robábamos a los comercios
e instituciones más ricas, aplicando nuestra propia justicia. Se establecieron
enormes campamentos solidarios, pero seguía sin ser suficiente.
En octubre llegó Ernesto Correa. Respaldado por antiguos
militares y policías que se oponían a la revolución, tomó posesión del cargo de
Gobernador de las Fuerzas del Estado. Tanto el ejército como la policía se sometieron
a su autoridad, obedientes. Entonces la violencia más absoluta se descubrió.
Nosotros nos defendíamos como podíamos, pero nuestros recursos no podían
compararse con su armamento. La muerte dejó de estar censurada.
Un payaso triste y
oscuro
25 de noviembre de 2017. El día de mi 23 cumpleaños, mis
padres quisieron prepararme una sorpresa. Bajo la excusa de realizar un recado
nos alejamos a uno de los barrios expoliados y desiertos que por entonces
comenzaban a surgir en el centro de Madrid. Cuando me desvelaron que no existía
recado alguno, mi padre sacó una pequeña tarta de chocolate con una cerilla
clavada. Tras encenderla, me invitó a soplar. Así lo hice.
Entonces mi madre extrajo de su bolsillo una carta. Comenzó
a leerla mientras yo escuchaba atónito. Era un poema de Miguel Hernández sobre
la guerra. La guerra, y el amor que se esconde en ella. La luz en la oscuridad.
Las lágrimas brotaron de mis ojos. Y de los de mis padres y mis hermanos.
Desafortunadamente, mi madre no pudo terminar de recitar el
poema. Una detonación silenció su delicada voz. Mi padre se tambaleaba. Había
sangre en su sucia camiseta, sobre el pecho. Una escuadra de diez militares
avanzaba por la calle, a toda prisa, sedientos. Intentamos levantar a mi padre,
pero un disparo a mi hermano Fernando, y los suplicantes ojos de mi padre, nos
convencieron a mi madre, a Gabriel y a mí de huir. Apenas recorridos cinco
metros, mi madre se detuvo. No podía dejar ahí a su amado marido. Besó mi
frente y me entregó el poema justo antes de volver junto a mi padre. Yo no pude
hacer nada. Pero pude ver como otro hijo de puta le disparaba en el estómago.
Entre sollozos, se dejó caer junto a mi padre. Un disparo a bocajarro en la
cabeza enfrió sus lágrimas.
Gabriel y yo continuamos nuestra huida por estrechos
callejones. Corríamos con todas nuestras fuerzas, llorando con la imagen de
nuestros padres y Fernando en el suelo. Nuestro corazón se desangraba. Cuando
menos lo esperábamos, nos topamos con tres militares que aparecieron tras un
portal. Haciendo uso de la rabia que nos oprimía el pecho, propinamos continuos
puñetazos a los militares. Mi hermano extrajo un puñal del bolsillo y apuñaló a
uno en el pecho. Le arrebató la pistola y disparó contra los otros dos.
Entonces me miró, y con las manos manchadas de sangre, me dijo: “Huye, tú que aún tienes algo que
aportar a este mundo. Yo te cubro”. Sin más, se dirigió hacia el resto de
militares que se aproximaban entre jaleos. Abrió fuego. Yo huí.
Por el rabillo del ojo pude ver como recibía tres disparos,
perforando su espalda. Se giró hacia mí antes de derrumbarse en el suelo. Yo
seguí huyendo. Huyendo. Entonces saboreé el odio más verdadero, más cruel y más
honesto. El más justo. Ése odio.
Supervivencia
emocional
Conseguí huir camuflándome entre el resto de revolucionarios
y, al no poder borrar el más absoluto miedo y odio de mi cara, decidí volver a
casa con cuidado. La venganza era un plato que se servía frío, y mi sangre,
lejos de ser horchata, hervía de ira. Debía hacer las cosas bien para tener
éxito en mi empresa. Despejar la mente me costó cinco años.
En estos cinco años, Ernesto Correa devolvió el “orden”, esa
palabra tan recurrente para los totalitarios, a España. Aisló al país de Europa
y comenzó a crear puestos de trabajo bajo ciertas condiciones que ponían en
escena la siguiente cuestión: ¿libertad o pan? No hubo variedad de colores en
el enfrentamiento de la rebeldía contra el miedo. Se impuso la brutalidad del
dictador y el pueblo, con el rabo entre las piernas y amenazado, dejó la
revolución para otro momento.
Con respecto a mí, tuve muy presentes las imágenes de mis
padres y mis hermanos. Es más, deseaba tenerlas ahí. Jamás olvidaría. Jamás
perdonaría. Sin embargo, lo que me daría más fuerza y confianza para seguir con
la decisión que había tomado, no serían esas imágenes, sino aquellos vídeos y
aquellas fotografías de mi infancia en las que sólo había amor. La venganza la
dicta el corazón. La piensa la cabeza, pero la dicta el corazón. Y en el corazón
hay amor, mucho. Y también odio. Pues el amor y el odio no son extremos que se
tocan. Se abrazan. Y uno no puede existir sin el otro. Y el que diga lo
contrario, es que aún no ha sentido suficiente. Ellos formaban la máscara
partida que la vida había colocado sobre mi vida.
La manzana cae del
árbol
25 de mayo de 2024. No sé por qué coño he escrito esto, nada
menos que mi vida entera, si probablemente nadie la leerá ni le dará la justa
importancia. Acabo de comenzar una nueva, falsa y mísera, mas necesaria, vida
como policía al servicio de Ernesto Correa. Por suerte, la persona cuya
identidad suplanto, Alberto Ramírez Ortega, ya pasó en su día por los lavados
de cerebro, torturas y pruebas de fidelidad a las que el dictador sometía a
todo aquel que trabajaba para él. Al no existir ningún vínculo de amistad entre
los policías, simplemente me limité a guardar silencio, escuchar y hacer mi
trabajo; mantener el orden.
Escondido en una granja, pasé aquellos catorce meses
entrenando para mi misión. Perfeccioné mi puntería con mi nuevo socio; un
revólver Smith & Wesson. Corría durante una hora cada noche. Golpeaba el
saco de boxeo hasta que mis nudillos sangraran. Todo estaba dispuesto. Y mi
cabeza no iba a ser menos.
Día D
16 de julio de 2025. Reuní mis cosas y me preparé para
partir. Tenía una cita con la historia. Estábamos citados a las 8 a.m. en la
nueva sede de las Fuerzas del Estado en la Castellana. Yo me anticipé y aparqué
mi automóvil personal a cien metros del campo de concentración que Correa
visitaría aquella mañana. Sabía muy bien lo que debía de hacer.
Me dirigí en un segundo automóvil a la Castellana y me
incorporé al dispositivo policial. El despliegue era importante, pero el terror
entre el pueblo, que había vuelto a dejar de ser pueblo para convertirse en
sociedad, y el ego de un Ernesto Correa que se creía inmortal, hacían muy
improbable un acto terrorista contra el gobernador. Yo jugaba con ello, y,
sobre todo, con que mi ataque se produciría desde dentro.
La llegada al campo de concentración se produjo sin ningún
incidente, y con tranquilidad, el acto comenzó con un discurso sobre el orden,
la tranquilidad y la defensa de España que Ernesto Correa garantizaba. Me
procuré una posición alejada, para poder huir entre la confusión. Lo que más me
sorprendió fue mi pulso, mi tranquilidad. Sabía que era justo. No podía
arriesgarme a disparar en el pecho, pues seguramente llevaría chaleco
antibalas. Por eso disparé a la cabeza. Como ellos hicieron con mi madre.
El disparo fue limpio. La detonación, casi melodiosa. El impacto, brutal. Le reventé
la tapa de los sesos. Alcancé a Ernesto Correa a la altura de la sien. Le
atravesó el cráneo. Entonces huí hacia mi vehículo, que me esperaba impaciente,
y presto me di a la fuga. Conduje acelerado, callejeando todo lo que pude. No
improvisaba. Conocía perfectamente el recorrido hacia la granja.
Cuando creí que mi huida resultaba airosa, me vi sorprendido
por tres coches de policía a mis espaldas. Comenzaron a disparar. No podía
defenderme. Intentaba confundir sus disparos con bruscos giros del volante.
Pero no pude evitar que una bala alcanzara mi hombro izquierdo. Aun así,
resistí el dolor y continué conduciendo.
Pensé en dirigirme hacia algún pueblo cercano y
confundirles, pero un nuevo disparo pinchó una rueda trasera. Se acabó. No
había escapatoria. Pero había una salida; una muerte digna, que me mantuviera
vivo.
Entré atropelladamente en la granja atravesando una pared de
madera con el coche y subí a mi habitación. Obstaculicé la puerta mientras
escuchaba los pasos que me seguían. “¡Abre la puerta, cerdo traidor!”. Yo me
deshice del uniforme y quedé con una camisa blanca teñida de sangre en la manga
izquierda. Sangraba demasiado. La sangre no estaba fría. Podría haber intentado
enfrentarme a ellos, pues no serían más de diez, pero no sabía si quería seguir
viviendo.
Caí exhausto en una esquina, observando las paredes
estampadas de fotografías de mi familia en tiempos mejores. ¿Cómo me trataría
la historia? ¿Qué dirían de mí los periódicos del día siguiente? Seguramente me
tacharían de terrorista. Probablemente lo fuese. De antisistema. Seguro. De
loco, enfermo mental. No, eso sí que no lo era. Yo no estoy loco. En ningún
momento lo estuve. Siempre tuve una razón.
¿Qué sería de mí en la otra vida? Pudiera ser que no me
reencontrara con mi familia, pues ellos descansaban seguro en el cielo. Quizás
sí me encontrara con Gabriel en el infierno. ¿Cómo trataría la justicia divina,
Dios, mi acto?
-Cabrón, o abres la puerta o la tiramos abajo. Vamos a
matarte, escoria.- los perros esperaban ansiosos.
¿Y mi conciencia? ¿Puedo irme tranquilo? No, seguramente no,
porque sabía que en el fondo, no había hecho nada. Pese a todo, seguía
frustrado. “El mundo seguirá enfermo”, me dije. Los gobiernos seguirán siendo
corruptos, y la gente humilde, el pueblo, seguirá sufriendo. No era justo. Ah,
la justicia. Esa fulana que se pasea por las esquinas dejando su olor a
prostitución. ¿Qué es la justicia, sino la mayor mentira que nos hayan contado?
Supongo que la JUSTICIA, con mayúsculas, debe de existir, escondida. Esperando
su momento. Como yo lo estuve. Supongo que, de una forma u otra, yo había hecho
justicia. De la que se escribe con mayúsculas. Entonces la puerta cayó.
-¡Hijo de puta! ¡Estás muerto!
Les observé divertido. Entraron cinco y otros cuatro
asomaban desde fuera. Ya sí que no tenía nada que perder:
-Si no hay justicia para el pueblo, no habrá paz para
quienes nos gobiernan.
Apreté el gatillo bajo mi mandíbula.
Posdata
El 18 de junio de 2025 se anunció la muerte de Ernesto
Correa, quién fue enterrado como un héroe nacional, al servicio de la patria.
Fue asesinado el 16 de junio de2025 durante la inauguración de un Centro de
Estabilización Moral, por un tiro en la cabeza. El ejecutor fue Juan Isidoro
Castro Ramos. Un secuaz de Al Qaeda en España. Una amenaza contra el régimen.
Sin embargo, lo que a continuación se narra, no aparecerá
jamás en los medios de comunicación. Los médicos forenses encargados de
realizar la autopsia a Ernesto Correa, encontraron en el interior de la bala
que atravesó su cerebro una nota. La nota estaba manchada de sangre coagulada y
seca. Y escrita a mano. Era un poema:
“La cebolla es escarcha
cerrada y pobre:
escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla:
hielo negro y escarcha
grande y redonda.
En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre,
escarchada de azúcar,
cebolla y hambre.
Una mujer morena,
resuelta en luna,
se derrama hilo a hilo
sobre la cuna.
Ríete, niño,
que te tragas la luna
cuando es preciso.
Alondra de mi casa,
ríete mucho.
Es tu risa en los ojos
la luz del mundo.
Ríete tanto
que en el alma al oírte,
bata el espacio.
Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.
Es tu risa la espada
más victoriosa.
Vencedor de las flores
y las alondras.
Rival del sol.
Porvenir de mis huesos
y de mi amor.
La carne aleteante,
súbito el párpado,
el vivir como nunca
coloreado.
¡Cuánto jilguero
se remonta, aletea,
desde tu cuerpo!
Desperté de ser niño.
Nunca despiertes.
Triste llevo la boca.
Ríete siempre.
Siempre en la cuna,
defendiendo la risa
pluma por pluma.
Ser de vuelo tan alto,
tan extendido,
que tu carne parece
cielo cernido.
¡Si yo pudiera
remontarme al origen
de tu carrera!
Al octavo mes ríes
con cinco azahares.
Con cinco diminutas
ferocidades.
Con cinco dientes
como cinco jazmines
adolescentes.
Frontera de los besos
serán mañana,
cuando en la dentadura
sientas un arma.
Sientas un fuego
correr dientes abajo
buscando el centro.
Vuela niño en la doble
luna del pecho.
Él, triste de cebolla.
Tú, satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre.”
“Nanas de la cebolla”,
Miguel Hernández.
FIN