sábado, 9 de noviembre de 2013

365 días como periodista, y lo que queda

Vuelvo del IX Congreso de Periodismo en Ceuta. Hace algo más de un año que acudí a la VIII edición, y aquella fue la primera vez que el que aquí escribe se sintió periodista. La primera vez que me hablaron de profesional a profesional. Para mí supuso enfrentarme cara a cara con lo que quería ser en el futuro. Y el reflejo me gustó. Mucho.

Si tenía alguna duda con respecto al periodismo, se solucionó en aquellos dos días. Comprendí que el periodismo era lo que me llenaba, y quería dedicarle mi vida. Por aquel entonces, yo era un estudiante de primero de carrera con menos de un mes en la Facultad. Era inocente y tenía ilusión. Creía en el periodismo de calle, en salir y contar lo que había ahí afuera. También creía en ser duro con los malos, en devolver a los políticos corruptos su azote y denunciar las injusticias. Hoy en día suscribo esas intenciones; pero de otra forma.

No soy tan ingenuo. Hay cosas que no me sorprenden de la vida, pese a que no dejen de parecerme injustas. Hay que seguir luchando contra ellas, pero he comprendido que no a través de una ideología. He comprendido un poco más la condición humana y sé que tiene un lado oscuro. Un curso fuera de casa que ha esculpido mi personalidad y mi carácter. Ahora no soy quién era, he cambiado mi forma de ser. Sigo siendo igual de payaso y bromista, pero ya no soy tan tonto. Ahora soy más serio, aunque ya tenía esa faceta de antes. Más cortante, más seco. Conociendo a mi propio yo y emprendiendo mi propio camino hacia mi verdad.

Hoy hace un año que publiqué mi primer artículo en Diario Fénix. Un año desde que un domingo soleado en Málaga, José Manuel García me envió un mensaje pidiéndome mi número de teléfono. Hablamos, y me comentó que le gustaba mi escritura. Que quería contar conmigo. Que él dirigía un barco, y quería contar conmigo para remar. Así empecé en el periodismo. Lo que empezaron siendo artículos metafóricos se transformaron en crónicas y reportajes, tanto deportivos como de información general. He cubierto desde la final de la Champions League hasta el naufragio de Lampedusa o el adiós de Berlusconi a la política. He estado hasta las dos de la mañana informándome y escribiendo sobre el atentado de Boston o el descarrilamiento de Santiago de Compostela. He entrevistado a manifestantes. Me han amenazado con denunciarme por lo que escribo. Acabo de comenzar a trabajar en una televisión local malagueña. La primera vez que me enfrento a una cámara. He crecido mucho más de lo que podría haber imaginado, y eso me llena de orgullo.

He aprendido a dotar a mi periodismo de un elemento diferencial. La pasión y la buena escritura, la emoción unida a la sobriedad y el rigor, así como una documentación previa que considero notable. Sé que puedo hacer de mi nombre una marca personal que me distinga del resto y me ayude a llegar lejos. He conseguido destacar en mi clase y que compañeros me miren con respeto, que profesores me reconozcan la labor y que periodistas profesionales se fijen en mi, se preocupen por mí y me digan que puedo vivir de esto. Que me ayuden.

He perdido el respeto al periodismo. Puedo reconocer cuando un profesional no es buen profesional. Me atrevo a juzgarlo y a pensar que yo podría hacerlo mejor. Y eso es malo, muy malo. Tengo mucho que aprender y debo recordarlo siempre. Lo sencillo es difícil en este oficio. Pero no hay que tenerlo miedo, y eso lo he perdido.

Me he enamorado del periodismo, de sus altibajos, de sus crisis. De contar historias. Porque el periodismo es inestable pero me ayuda a orientarme y encontrar mis prioridades cuando me desvío. El periodismo me estabiliza y me sirve para sentirme útil y bueno en lo que hago. Soy bueno en lo que hago, puedo ser un gran periodista. Estoy completamente seguro. Lo único que pido es que la pasión no me abandone, porque sin pasión nada tiene sentido.


No soy el que era hace 365 días: soy mucho mejor. 

domingo, 3 de noviembre de 2013

El beso del ciervo

Me siento perdido, pero conozco el nombre de las calles. La duda la encuentro al reflexionar sobre la dimensión que huelo, siento y sangro. Sea cual sea la realidad que me acaricia el pelo por las noches y me conmueve, sé que yo elegí estar ahí. Eso es lo más importante. Soy libre; yo elegí estar aquí.
Por ello no debo quejarme del frío. Si el fuego se hizo hielo, que hielo sea. Si la luz se torna en oscuridad, que oscuridad sea. No debo tener miedo.
Todo por el camino. Soy un cazador atípico que perdona vidas mientras busca al ciervo que merezca su beso. Soy un sastre llorón que no vierte lágrimas.
Tampoco debo caer en el error de pensarme algo superior, aunque haya un ser superior en mi interior. Como en el de todos, por otra parte. Debe haber algo más, una especie de Dios que mueva los hilos. Porque hay cosas que no tienen explicación y que uno solo puede resignarse a aceptar.

Así es como el romántico cazador de ciervos se transforma en ciervo y se hace desear para fluir, correr, beber, alimentarse, estar solo. Le tienta el arma, la parte oscura del alma… aunque siempre acabe perdonando vidas.