Comprendí que mi aventura era demasiado excitante como para abandonar por el hambre, y por ello aprendí a dosificar mis provisiones haciendo disminuir mis necesidades. Sólo haciendo de mi necesidad insatisfecha, de mi sed y de mi hambre, algo metafísico, pude seguir avanzando.
Tuve que esperar varios días y varias noches para recibir a mi segunda visita. Paciente, yo observaba el cielo deleitándome con su amplitud. Entonces la vi. Fue fugaz como una estrella. Se fundió con el sol, y me pareció verla besar uno de sus destellos. Seguí con la mirada su vuelo, pero me pregunté: ¿acaso vuelan las sirenas? Abría sus alas, tomaba impulso, y volvía a caer. Pensé que quizás pudiese ser un ángel. Mas no, yo buscaba sirenas.
De repente, aquel extraño ser bajó del cielo y se posó en la barca. Era una gaviota. Nuestras miradas se cruzaron, y vi un destello. El ave poseía algo que me atraía profundamente. Realmente, me pareció bello. Podría afirmar que permanecimos horas y horas observándonos, eso sí, a una distancia prudencial. Pero me resulta imposible llevar a cabo dicha afirmación con total certeza, y es que perdí la noción del tiempo. Por un momento, pensé que aquella gaviota era la razón de mi descabellada aventura. Pensé que con ella a mi lado, ya lo había visto todo. Vimos al sol nacer, y también morir. Supo abrir la puerta de mi imaginación, sin duda, pero no la de mis sentimientos más profundos, más íntimos, más reales.
Un día, el ave alzó el vuelo y marchó lejos. No miró atrás. Pese a mis dudas, he de decir que lamenté profundamente su marcha. ¡Y mira que me advirtió! Llegué a pensar que a lo mejor había perdido a la sirena, o ángel, que daría sentido a mi vida.
Entonces recordé. ¡Mi dibujo! Enterrado bajo un montón de cosas inútiles, encontré el dibujo de lo que yo, que no sabía nadar, mucho menos navegar, entendía por amor. Suspiré aliviado al comprobar que, en efecto, la gaviota pudo ser un ángel, pero no una sirena. Y yo buscaba sirenas.