lunes, 13 de agosto de 2012

Gris.

 Me desperté. Sería importante indicar a qué hora, pero desde que me decidí a vivir sin reloj para ser inmune al tiempo, no tengo esa referencia. Primero abrí un ojo. Después, el otro. Me estiré sin ganas mientras hacía el intento de recordar la noche anterior. Nada, imposible. Deduje que Javier, aquel amable señor encargado de recoger la basura, me acompañaría a mi piso como cada madrugada del jueves.

 Me apliqué un poco de agua del grifo sobre el cuerpo y me ajusté na camisa que yacía arrugada al pie del armario, donde se guardan las cosas que no tienen vida. Bajé las escaleras, comidas de roña, y salí a la calle. Tras avanzar unos metros, giré a la derecha y, tras introducirme en un portal y bajar unas escaleras, llegué a la taberna.

 Poco importa su nombre, pues jamás la encontraréis. Sólo os diré que el jueves era mi domingo, y aquel antro, mi iglesia, donde acudía a redimirme, resucitar y volver a sentirme bien conmigo mismo. Entré al cuartito situado a la izquierda del letrero y me desnudé por completo. Tras ello, busqué la barra.

 Allí acudíamos desnudos, y no reíamos por ver una polla más grande o más pequeña o un trasero más o menos peludo. Allí mirábamos a los ojos. Una vez en la barra me atendió Jessica. "¿Lo de siempre, don Vicente?". "Lo de siempre, Jessie. Dos hielos". Hermosa en toda ella, fogosa en cabello, ojos y labios, siempre que tras varios pares de copas terminaba acostándome con ella, me sorprendía su instinto felino. Te miraba a los ojos antes, después y mientras jugaba contigo. Te besa, te lame y después te muerde. Tras el orgasmo encendía un cigarro y se marchaba elegante, sinuosa, y sin mediar palabra.

 Tras retirar lo que era mío, me volví hacia la esquina donde se encontraba aquella silla coja, carcomida, de amenazantes astillas y, para colmo, fea. Aquella era mi silla. Y alrededor de ellos, mis dos amigos Jean-Pierre y Dominique. Sonreí en la distancia y me senté con ellos. Los tres nos considerábamos artistas, pues vivíamos de nuestro arte sin más oficio que ese. Vivíamos de la escritura, pero Dominique prefería la pintura, de hecho, suyos eran los feos cuadros abstractos que adornaban la taberna. Vivíamos de nuestro arte, aunque malviviéramos. Comenzamos a hablar del ser humano. De todas las personas que sobraban. Tan vulgares. Hablamos de todo lo malo que había hecho. Discutimos cómo podíamos odiarlo tanto y amarlo pese a todo, sin que lo primero imposibilitara lo segundo. Cuando me vi hablando con cuatro personas, llamé a Jessie.