domingo, 2 de diciembre de 2012

Esperanza


Maldita seas. Maldita seas, me engañaste.  Me hiciste preso en tu halo de misterio, y cegado por tu luz, ingenuo,  me encerré en tu habitación y destruí la llave. Me convenciste de que eras única y yo así te concebí. Y te mimé, y procuré hacerte sentir.

Colonia en un frasco. Amor, en tu caso. Caí del árbol intentando alcanzar las manzanas, y al golpearme me vi sediento. Sufrí el frío en verano; me vi sólo y olvidado. Exiliado en un rincón desierto.

Ya no había misterio ni manzanas, pero mi corazón permanecía acorralado por cuatro paredes. Una me miraba divertida. Otra sentía lástima. La del cuadro del gato negro me mostraba las manzanas una y otra vez; la adornada por un espejo bañado en oro se sentía culpable.

Elegí refugiarme en mí mismo. Sentado, con la cabeza entre las piernas, en medio de la habitación. Reflexioné sobre mi yo y asumí que mi yo es tan profundo como incomprensible para el resto. Al alzar la cabeza, las paredes se habían distanciado y ya no me observaban ni divertidas ni lastimeras, tampoco provocadoras, y mucho menos, culpables. Sus miradas expresaban más bien incredulidad.

No obstante, algo más había cambiado en la habitación. Me encontraba rodeado en un triángulo perfecto por tres velas pequeñas. Apagadas. Esperando a ser encendidas. Alejadas ellas de mi tanto como la una de la otra. Al acercarme observé una marca en cada una de las velas: una letra E, una letra A, y una letra N.

Decidí encenderlas con un mechero que descansaba en mi bolsillo. El fuego prendió, entusiasta, y la habitación se iluminó, algo que pareció asustar aún más a las paredes. De repente me vi a ras de suelo y prácticamente abrazo a las velas, esta vez muy cercanas a mí.

Comencé a sentir calor. Un calor que recorría mi pecho, y que también calmaba mi sed y mi locura. No sabría decir en qué momento comencé a conversar con ellas, por separado. Planteando las mismas preguntas, obteniendo distintas respuestas.

Y me entregué a ellas sin pedir nada más a cambio. Descubrí su magia, y me enamoré de ese triángulo perfecto sin sentirme amenazado.

Me engañaste, pero tuve el valor de despertar. Enfrenté mi soledad y la convertí en la mejor compañía. Iluminé mi camino con tres velas que arden sin temblar en mi pecho. Comprendí que el mejor aroma es aquel que vive libre y se mece por el viento. 


Paz!