En mi camino hay tierra, piedras y flores. Fango cuando
llueve. Pero siempre hay un faro que me señala el camino. Siempre, aunque haya
nubes que procuren ocultarlo. Tanto como ocultan el horizonte, que también sé
que está aunque a veces no sé dónde.
En mi camino, puedo optar por una compañía. Un camarada de
mi alma que alivia la agonía, de esta brújula enloquecida en un mar de arena
fina. En la oscuridad se encuentra un payaso. En la luz se encuentra un monje.
El primero parece reír a carcajadas; el segundo, sonríe con la faz calmada.
El payaso ríe a carcajadas, pero al acercarme, detecté la
máscara que porta. Una máscara de pintura, una capa, que oculta unos labios
rígidos y de curva cóncava. El payaso se presentó como Pagliacci, y me contó un
chiste que no me hizo gracia, sino pensar. Pagliacci era solitario, reflexivo,
de hábitos autodestructivos que le daban la vida. Cuando no tenía la máscara,
Pagliacci miraba serio, y a los ojos.
El monje sonríe con calma. Al acercarme, pareció divertido.
Pareció divertirle mi interés, mi curiosidad, quizás mi necesidad. Me acogió
con un silencio que me abrazó, y no varió su expresión. Era puro. Me contó una
fábula, que al principio no creí. Con el tiempo, la fui comprendiendo. Me hizo
sentir la paz, o lo más parecido a ello. Me enseñó a racionar el tiempo, y a
entender que veinticuatro horas pueden ser suficientes.
Regresé al camino, aceptando que en mi camino tendría que
oscilar entre el monje y el payaso. Quizás nunca llegara a tomar una opción
definitiva. O quizás sí.