La orilla seguía estando cerca. Aun estaba a tiempo de dar marcha atrás en mi loca aventura. Aun podía dirigir la vieja barca hacia tierra firme. Pero la mar dormía tranquila. Y digo dormía, porque podía armonizar mi respiración con la suya, pero apenas podía escuchar los latidos de su corazón. A pesar de ello, presuponía la existencia del mismo, así como podía sentir fijas en mí y en mi vieja barca las miradas punzantes de los ojos que ven sin ser vistos. Por eso yo, que no sabía nadar, mucho menos, navegar, jamás miré atrás. Y eso que la orilla seguía próxima.
Así, comencé a avanzar. Yo, acompañado por mi vieja barca y una hoja arrancada de mi cuaderno en la que dibujé lo que entendía por amor, y armado con mi curiosidad y lo que imaginaba valor. Al caer la primera noche comprendí que no era valor, sino la demencia fruto de la falta de inteligencia. Necesitaría al menos un par de mantas si quería sobrevivir al frío y a la humedad del mar. Comprendí que mis provisiones resultarían insuficientes aunque decidiera retornar de inmediato. Aun así, logré dormir.
Cuando abrí los ojos me vi sorprendido por una visita. Merodeando la vieja barca encontré un pez de algo más de dos palmas de longitud que no conseguí clasificar. Permanecí un no breve espacio de tiempo observándolo. Me pareció interesante, aunque no hermoso. Busqué mi boceto de lo que yo entendía por amor, y lo observé. Observé al pez. No vi similitud alguna, y perdí el interés por aquella primera visita. Cuando quise despedirme, él ya se había marchado.