La claridad de los ojos de Abdil contrastaba con su piel, de
la misma forma que su madurez contrastaba con su edad. Aprendió a pelear desde la cuna, o mejor
dicho, desde la patera en la que atravesó el estrecho que separa el
Despropósito de la Avaricia.
Pero en la aparente prosperidad también hay miseria. Más de
la que muchos piensan. Por regla general, menos de la que sus ojos debieron
presenciar, pero presenciaron. Cultivó rasgos secos en sus facciones, síntomas
de apretar los dientes ante la injusticia y la impotencia de no poder
enfrentarla. Pero por otro lado, aprendió de la vida. Y nunca se aprende en exceso de la vida, o al
menos eso defendió siempre él.
Aprendió que la literatura es literatura, y que no es
belleza lo que nos devuelve el espejo de la realidad. Nada es fácil en la selva
de cemento y el odio impregna las migas de pan en el suelo de aquella esquina
solitaria que regenta un perro rabioso.
De ahí su tranquilidad. Nada le sorprende porque lo ha visto
todo. Lo malo. Lo bueno, lo conoció en las historias que le contaba su madre
durante su infancia hasta que cayó enferma cuando Abdil cumplió seis años.
No obstante, Abdil nunca soñó con cambiar el mundo. Bastante
tenía con cuidar de sí mismo. Comprendió que el mundo se rige por la ley de la
calle, y que no hay política que la controle. Siempre se impone. A la calle no
sólo hay que respetarla; hay que complacerla y concederle sus caprichos. Sólo
entonces parecerá que el poder lo tiene todo controlado. Abdil tiene doce años.
Pero aunque no lo parezca, siempre hay algunas pequeñas vías
de escape en el barrio. Una de ellas era el fútbol. Jugaba con zapatos, no por
elegancia, sino porque era lo único que poseía para calzarse. La pelota, lo que
duraba, hasta que alguien decidía robarla, o bien se perdía o se pinchaba.
Jugaba con los mayores. Chavales de 16 y 18. Hombres de 20 y
30. Y no le intimidaban las patadas. Quería la presión. Se divertía. Su juego
era descarado, pero respetuoso. Dulce, pero mortal. Y en el campo no había
pobreza, ni pasado ni presente. Probablemente tampoco futuro. No había miseria
ni miedo. La calle la limitaba una línea blanca, y no existía nada más allá.
Así pasó Abdil su infancia. Entre tinieblas y flashes. Entre
odio y palmadas en la espalda. Entre la impotencia, la indiferencia y la
ilusión. Entre la sonrisa y el ceño fruncido. Entre la claridad de sus ojos, y
la oscuridad de su piel.
Paz!