miércoles, 2 de enero de 2013

Tinieblas


Abro la puerta de la prisión y me sumerjo en el abismo de cemento. Me sorprende su silencio, tan absoluto. Casi criminal. Lo ensucia mi caminar y me tienta permanecer inmóvil y otorgarme el antojo de saborearlo. Pero sé que tras las paredes, los cristales y las persianas hay miradas y entes, y yo no quiero parecer cuerdo.

Y en el fondo, la vida es verdad dentro de una mentira explícita. Hasta el banco donde me siento llora en su interior. Aunque no tanto como las farolas. Ni es tan paradoja, como una papelera.

Excitado al fin, y conectando con mi Yo, siempre a mi alcance una libreta y una ley a la que acogerme: la tinta. Pese a la sequedad de mis manos, consigo realizar algún garabato para entrar en calor y cazar ideas. Las palabras se suceden y se ordenan una tras otra en una anarquía formal y de pensamiento. Así llegan a “así llegan a”. Agujero negro, y el universo se estremece.

Prefiero no pensar en lo que ocurre cuando entran en tus ojos y se instalan en tu cabeza. Sólo diré que los árboles son agujas y yo pisoteo las hojas a mis pies mientras el cielo oscuro amenaza con romperse.

martes, 1 de enero de 2013

Manzana prohibida

No importa la distancia si lo que importa es el latir. Y siempre vuelves. Siempre, siempre. Te creo óxido en el recuerdo pero vuelves y te haces presente. Entumeces mis sentidos y no huelo tus manos sino el pasado. No recorro tu mirada sino aquella vieja fotografía en mi cabeza. No atravieso el desierto sino las pisadas.

Y me expongo, porque me expongo. Y me provocas, porque me provocas. Y hacemos entre los dos inútiles todas esas misteriosas apariciones envueltas en papel de plata y adornadas en sus mejores galas con inteligencia, sobriedad, y si Fortuna te sonríe, poesía.

Concluyo, eres una puta. Sal de mi vida si no vas a darme más que desgracias armadas en inocencia. Quiero los abrazos y los besos, el amor. No así tus malos ratos, mas jamás confundir con la reflexión. Trazo al diablo que me reconcome y me ofrece la manzana maldita por cuarta y quinta y sexta vez. Quién sabe si así lo invoco y es suicidio.

Yo sólo te puedo pedir perdón por enturbiar tu sonrisa y por mi mala cabeza.

domingo, 30 de diciembre de 2012

Chico de barrio


La claridad de los ojos de Abdil contrastaba con su piel, de la misma forma que su madurez contrastaba con su edad.  Aprendió a pelear desde la cuna, o mejor dicho, desde la patera en la que atravesó el estrecho que separa el Despropósito de la Avaricia.

Pero en la aparente prosperidad también hay miseria. Más de la que muchos piensan. Por regla general, menos de la que sus ojos debieron presenciar, pero presenciaron. Cultivó rasgos secos en sus facciones, síntomas de apretar los dientes ante la injusticia y la impotencia de no poder enfrentarla. Pero por otro lado, aprendió de la vida.  Y nunca se aprende en exceso de la vida, o al menos eso defendió siempre él.

Aprendió que la literatura es literatura, y que no es belleza lo que nos devuelve el espejo de la realidad. Nada es fácil en la selva de cemento y el odio impregna las migas de pan en el suelo de aquella esquina solitaria que regenta un perro rabioso.

De ahí su tranquilidad. Nada le sorprende porque lo ha visto todo. Lo malo. Lo bueno, lo conoció en las historias que le contaba su madre durante su infancia hasta que cayó enferma cuando Abdil cumplió seis años.

No obstante, Abdil nunca soñó con cambiar el mundo. Bastante tenía con cuidar de sí mismo. Comprendió que el mundo se rige por la ley de la calle, y que no hay política que la controle. Siempre se impone. A la calle no sólo hay que respetarla; hay que complacerla y concederle sus caprichos. Sólo entonces parecerá que el poder lo tiene todo controlado. Abdil tiene doce años.

Pero aunque no lo parezca, siempre hay algunas pequeñas vías de escape en el barrio. Una de ellas era el fútbol. Jugaba con zapatos, no por elegancia, sino porque era lo único que poseía para calzarse. La pelota, lo que duraba, hasta que alguien decidía robarla, o bien se perdía o se pinchaba.

Jugaba con los mayores. Chavales de 16 y 18. Hombres de 20 y 30. Y no le intimidaban las patadas. Quería la presión. Se divertía. Su juego era descarado, pero respetuoso. Dulce, pero mortal. Y en el campo no había pobreza, ni pasado ni presente. Probablemente tampoco futuro. No había miseria ni miedo. La calle la limitaba una línea blanca, y no existía nada más allá.

Así pasó Abdil su infancia. Entre tinieblas y flashes. Entre odio y palmadas en la espalda. Entre la impotencia, la indiferencia y la ilusión. Entre la sonrisa y el ceño fruncido. Entre la claridad de sus ojos, y la oscuridad de su piel.

Paz!