Un mago me dijo una vez que la sonrisa era el espejo del
alma. Tuve que hacerla sonreír a ella para comprenderlo.
Nunca le di valor a mi sonrisa. Era simple. Siempre había
motivos. La pregunta, más bien, era: “¿por qué no?”. Siempre. Lucirla y
compartirla. Como expresión de un estado del ánimo. Hasta que un día, me habló.
Cuando la hice sonreír.
Recuerdo que no tenía motivos para hacerlo. Recuerdo que no
encontraba la tontería adecuada. Recuerdo, que ni siquiera estábamos hablando.
Fue en un silencio, uno de aquellos tan incómodos que temía. Escrutaba sus párpados
cuando sentí cómo me acariciaba el pelo. Y la mejilla, y los labios, y la
barbilla, y el cuello, y el pecho. Y el alma.
Era su timidez la que la hizo tan especial. Sonrió cuando no
tuvo palabras. Era una sonrisa que nacía baja, y baja moría. Pero iba a morir a
mis ojos, a los míos.
Mi siguiente recuerdo fue que las luces se apagaron.