No diré que nunca me entregué a la suerte. De hecho, sigo creyendo en ella. Pero pienso que demasiada gente se entrega a ella ciegamente.
Debemos aprender que la suerte es azar. Un día te abre las puertas del cielo, al otro te las cierra. Un día brilla el sol, al siguiente llueve. No. No debemos depender de este azar. Somos nosotros los que debemos de ir y abrir esas puertas, abrir esas nubes.
Con estas metáforas hago una referencia a esas personas que pasan su vida cruzada de brazos esperando una señal del cielo para levantarse del sofá. Creen que el dinero les lloverá del cielo, que todo depende de la suerte. La suerte es todo, y por eso me siento y espero a que toque en mi puerta. Craso error.
La suerte existe. Pero existe en una medida diferente, es un complemente, un aditivo para encontrar el éxito. Una ayuda. Pero no una lanzadera al éxito. Sangre, sudor y lágrimas, son las lanzaderas del éxito.
A continuación aparecen los merecimientos. Para esa gente que pasa su vida luchando en el barro, enfangando su vestimenta, sudando la camiseta, siempre existirá un premio. Lo merecen. Este tipo de gente no necesita la suerte. Quizás la obtengan, y eso incrementará su éxito, pero no la necesitarán para alcanzarlo.
Aquellas personas, que quizás por ser eso, personas, se han encontrado con mil y una dificultades. Malas personas (o como yo prefiero llamarles, animales) que han querido aprovecharse de su bondad, amores que traicionan pues estas buenas personas se lo van a “tomar bien”. Acostumbrados a observar la realidad tras un espejo borroso cubierto de lágrimas, tarde o temprano alguien les descubrirá entre sus cenizas.
Porque por muy puta que sea la vida, siempre habrá un trono para los justos, para los honestos.
Hoy la vida me sonríe, mejor dicho, ELLA me sonríe…