Esnifé y fue
súbito: la noche y sus excepcionales estrellas se esfumaron y dejaron paso a un
jardín borracho de vida, pecoso de amapolas. Por primera vez en mucho tiempo,
hubo día y no sólo noche, ni aunque las nubes censurasen al sol. Había luz,
había cesado el frío.
Me detuve en cada
una de sus flores. Me presenté, las conocí, las escuché. Osé acariciarlas. Me quisieron
a su lado. En cada pétalo había una historia distinta, distinta a las que yo
venía escuchando, distinta a las que me venía repitiendo. El aplauso fue
silencioso; el reconocimiento, sincero.
Había en el jardín
una amapola un tanto peculiar, más insistente y más ruidosa, que atrajo mi
atención desde el primer momento más por lo extravagante de sus formas que por
su cercanía a mi idea de belleza. Platiqué con ella mas no tardé en desviar el
foco; confiaba en contemplar seres más sorprendentes.
Caminé, tropecé y
equivoqué senderos. Volví a encararme con esa amapola extravagante; debí haber
trazado un círculo. Decidí escucharla con mayor interés; observar más profundo,
mirar más lejos, conocer cada detalle. Yo, que tenía una idea de belleza cierta
en mí, comprendí que ya no tenía nada en la mochila. Comprendí que volvía a
estar vacío. Y que había olvidado esa sensación. Iba a tomarla cuando regresé
de mi inconsciencia.
Estaba de nuevo en
mi cuarto. Solo. Con las ventanas cerradas y la persiana hasta abajo. Con la
certeza de una oscuridad hambrienta afuera y con un polvo blanco sobre la mesa.
Pero algo había cambiado.
No era exactamente
el mismo. Esta vez tenía miedo de volver a tener miedo.