miércoles, 3 de junio de 2015

Jardín o noche

Esnifé y fue súbito: la noche y sus excepcionales estrellas se esfumaron y dejaron paso a un jardín borracho de vida, pecoso de amapolas. Por primera vez en mucho tiempo, hubo día y no sólo noche, ni aunque las nubes censurasen al sol. Había luz, había cesado el frío.

Me detuve en cada una de sus flores. Me presenté, las conocí, las escuché. Osé acariciarlas. Me quisieron a su lado. En cada pétalo había una historia distinta, distinta a las que yo venía escuchando, distinta a las que me venía repitiendo. El aplauso fue silencioso; el reconocimiento, sincero.

Había en el jardín una amapola un tanto peculiar, más insistente y más ruidosa, que atrajo mi atención desde el primer momento más por lo extravagante de sus formas que por su cercanía a mi idea de belleza. Platiqué con ella mas no tardé en desviar el foco; confiaba en contemplar seres más sorprendentes.

Caminé, tropecé y equivoqué senderos. Volví a encararme con esa amapola extravagante; debí haber trazado un círculo. Decidí escucharla con mayor interés; observar más profundo, mirar más lejos, conocer cada detalle. Yo, que tenía una idea de belleza cierta en mí, comprendí que ya no tenía nada en la mochila. Comprendí que volvía a estar vacío. Y que había olvidado esa sensación. Iba a tomarla cuando regresé de mi inconsciencia.

Estaba de nuevo en mi cuarto. Solo. Con las ventanas cerradas y la persiana hasta abajo. Con la certeza de una oscuridad hambrienta afuera y con un polvo blanco sobre la mesa. Pero algo había cambiado.


No era exactamente el mismo. Esta vez tenía miedo de volver a tener miedo.