viernes, 9 de noviembre de 2012

Amor es el horizonte; amar, el camino

 Como mi actual pasión y ojalá futuro oficio sin perder esa llama es el contar historias, hoy voy a contaros una muy especial que no hace mucho tiempo me susurró una chica misteriosa. Esta es la historia de Florín, el pájaro.

Florín rompió el cascarón al amparo de su madre en su nido, pero solo. No conoció a sus hermanos. Siempre estuvo solo, en parte, porque él quiso estarlo. Su madre fue ejemplar. Estuvo cuando la necesitó y logró que Florín nunca echara nada en falta, ni de menos.

Con el tiempo, nuestro protagonista se vio ante el momento de aprender a volar. Y no fue fácil, pues sus alas  y sus incipientes plumas lloraron más de un golpe. Sin embargo, un buen día por la noche, Florín se propuso volar a pesar del descanso de su madre. Y Florín voló.

No era pánico, aunque sí miedo. Con la voluntad de seguir adelante, pero echando la mirada al nido. Dicen que cuánto más densa es la oscuridad, más destaca la luz, y Florín encontró la luz en algo que intuía pero jamás había visto. Ni sentido. La Luna.

Florín había pasado toda su vida escuchando cuentos sobre el Sol, y de cómo un iluso ardió intentando alcanzarlo. Por esto último, siempre le tuvo respeto. Pero ella era diferente. Tan dulce, tan natural. Luminosa sin ser ardiente. Alumbrando sin ser fuego. Era tan diferente, que deseó posarse sobre ella. Y Florín voló.

Nuestro ya amigo voló toda la noche. Sin mirar atrás. Olvidando a su madre, a su nido e incluso a sus hermanos, a los que seguía con la esperanza de ver algún día y quién sabía si cerca. Estaba decidido. Ilusionado. Podríamos decir, incluso, que confiado.

Pero, ¡ay, amigo! La Luna es misteriosa, y a veces alumbra caminos que no quiere que sigas. Pero los alumbra. Y él los siguió. Con miedo a equivocarse, sí, pero con la sonrisa del romántico que sueña la fotografía de un futuro mejor.

Emponzoñado con el veneno que ciega la razón, Florín no contó con su estómago. Y su estómago rugió. Florín volvió al nido al amanecer. Interrogado por su madre, Florín no quiso dar explicaciones, sobrado en el supuesto de que la mejor respuesta la traería el viento.

Sin embargo, Florín volvió a sentirse pequeño. A sentirse frágil. Temió desaprender a volar, y por tanto, decidió que su aventura debía continuar aquella precisa noche. Con la oscuridad, el pájaro de la noche volvió a batir sus alas en busca de la Luna.

Florín voló durante horas. Horas y horas, siguiendo un camino que parecía no tener fin. Cansado, Florín pensó en la caída. Y tuvo miedo de caer y morir en el intento. De repente, la tuvo delante.

Estaba fascinado. Sobreexcitado. Pero quería hacer las cosas bien y, ciertamente, tenía pensado como seducirla. Daría cientos de vueltas a su alrededor, mostrándole su mejor cara y unos sentimientos sinceros; sus emociones, palpables; el abrigo de sus alas, suficiente.

Pero nuestro amigo se precipitó. Quizás no. O quizás sí. Pero eso ya no importa: nuestro amigo se quemó. Fue una quemadura sutil. Suave. Casi sin dolor. Dentro de lo que cabe, Florín tuvo suerte: sólo se quemó un ala.

Insistente, Florín decidió retomar lo planificado y comenzó a girar en torno a ella, con cuidado de no quemarse. Tanto observarla, en su plenitud, en su belleza, le hizo sentirse privilegiado, un poseedor de su confianza. No obstante, observar sin posarse, carecía de sentido. Y Florín se quemó las dos patitas.

Derrotado y herido en su orgullo, Florín volvió al nido. Y aunque derrotado seguía sintiéndose fuerte y responsable, en el nido se sentía pequeño, débil, inútil, frágil aunque protegido... y además, derrotado.

A pesar del trágico final, Florín volvió a la noche. Y la noche abrazó a Florín, haciéndole sentir seguro, fuerte y responsable. Decidió cambiar su mentalidad: ahora él sería la Luna, y sería ésta la que desearía su visita. Florín adoraría su propio reflejo, su propia luz. Y voló hacia su propio reflejo. Y voló hacia su propia luz.


Paz!