Durante unos días pensé que había llegado el
momento de dejar Rennes –pensé, porque sentir, lo que es sentir, lo estoy
sintiendo ahora-. Creía que ya no me quedaba nada porque mi corazón en la
ciudad ya había dejado Francia, y era cierto. Me quedaban recuerdos, aún tan
frescos que, tan livianos, no amarraban. Pero nadie está nunca preparado para
dejar la felicidad.
Quizás sea que algunos no estamos hechos para
ser felices sino para ser, para ser nosotros mismos, y yo corría el riesgo de
dejar de ser yo mismo por ser feliz. Porque mi vida no es rosa, tampoco negra,
sino con mucho gris. No como allí, donde todo gira en torno a tu felicidad y la
felicidad del otro depende inmediatamente de la tuya, porque ambos vivís lo
mismo. Nada de tratar de arreglar la vida de nadie.
Pensé que mi etapa en Rennes había acabado
pero sólo me di cuenta cuando empezó a dolerme de que no, de que siempre
querría volver. Porque Rennes siempre significará la gente que allí conocí y la
gente que allí conocí permanecerá siempre conmigo. Por siempre. Para volver a
hacerme feliz.