miércoles, 5 de septiembre de 2012

“A ESPALDAS DE LA LUZ”.


Punto final.

Permanecí cerca de un minuto observando la puerta que acababa de obstaculizar. Sabía que tarde o temprano cedería, y con ello se pondría fin a mi existencia. Me dejé caer sobre el suelo, exhausto. Abracé mi revólver, consciente de que él sería mi único aliado, aunque hubiera abierto las puertas del infierno para mí.

Poco a poco, fui normalizando mi respiración ya que el bombeo de mi sangre me reventaba las venas. Empapado de sudor, y sangrando abundantemente por el hombro izquierdo, me apoyé en la pared y comencé a reflexionar sobre todo lo que había sucedido ese 16 de junio de 2025.

Toda historia tiene un antes… ¿y un después?

La alarma del despertador se activó a las 6 a.m. Llevaba varios minutos esperando ese sonido, con lo que ello indicaba: la hora había llegado. Apoyé las piernas sobre el suelo y fijé la mirada en el objeto que también parecía esperar su momento; un revólver Smith & Wesson.

Había pasado algo más de un año desde que esta idea se trazó en mi cabeza. Muchos meses de entrenamiento, escondido, como el cazador que se relame antes de hincar el diente a su presa.

Ernesto Correa. El dictador todopoderoso que controlaba España desde hacía ocho años. Impuso su ley a raíz del fracaso democrático en el país. La deuda exterior y el desempleo hundieron a una nación que un día soñó ser importante. Cuando la indignación del pueblo comenzaba a ser imparable, Correa empleó al ejército y a la policía para hacerse con las calles, limpiándolas de gente y ensuciándolas de sangre. No se llevó a cabo pacto alguno con el gobierno. Sólo existía él.

El año 2017 fue el año de Ernesto Correa. Se negó a afrontar la deuda con Europa y aisló el país. Un régimen totalitario se impuso, y no había aliados ideológicos para este nuevo líder. Todos eran esclavos, por naturaleza desde su nacimiento. Nadie se atrevió a salir a la calle. Los cantautores dejaron de cantar. Los poetas dejaron de escribir. Sólo existía miedo. Y sólo el odio más profundo era ajeno al miedo. Yo poseía ese odio.

El 16 de julio de 2025 Ernesto Correa daba el visto bueno con su visita al campo de concentración recién construido a las afueras de Torrejón de Ardoz. Pensado para albergar el sufrimiento de cerca de 90 000 personas, era imposible huir de él. Elegí ese día.

Un año antes

Mi cultivado odio hacia Ernesto Correa se materializó en plan el día en que un policía llegó a mi bloque de pisos en Toledo. Tenía un nuevo vecino. Hablamos del 15 de mayo de 2024. Sin familia, comenzó a vivir solo en el piso. Lo asesiné apenas una semana más tarde. Me resultó fácil, extremadamente fácil. Era la primera vez que mataba, pero no la primera que presenciaba un asesinato.

No me demoré y busqué su uniforme. Todos poseían un chip de seguimiento que desactivé sin mayor problema. Junto al uniforme encontré todo lo que necesitaba: lentillas, placas, documentos de identidad, llaves,  ordenador personal… todo. Me deshice del cadáver y huí presto hacia una granja en las cercanías de Alcalá de Henares, allí podría pasar desapercibido y concentrarme en el siguiente paso.

Orígenes

Yo era uno más del rebaño. Nunca destaqué en nada. Nunca fui buen estudiante. Nunca fui buen deportista. Nunca tuve una pandilla. Y nunca llegué a considerarme un buen hijo. Pero algo sí poseía: la capacidad de darme cuenta de quién merecía respeto y quién no, y, en el primero de los casos, otorgárselo. Por supuesto, mis padres lo merecían.

Hijo de Lola y Manuel, nací en 1994 siendo el menor de tres hermanos. Vine al mundo y me crié en mi Granada, en un ambiente campesino y humilde, donde la honradez en el trabajo de uno era lo más importante. No tuve una educación privilegiada, ni llegué lejos académicamente, pero crecí con los valores que pregonaban el sudor y la tierra. Suficiente para reconocer a un corrupto cuando habla.

Mis padres fundaron un comedor social que se proveía de los alimentos de la tierra junto a la libre aportación de cada ciudadano, aunque evidentemente su funcionamiento dependía de una mínima ayuda anual por parte del Estado. Mis dos hermanos mayores, Gabriel y Fernando, de los que me separaban cinco y tres años, respectivamente, marcharon a estudiar a Madrid, compaginando sus estudios de Derecho con un mísero trabajo que les ayudaba a seguir tirando. Yo, por el contrario, decidí abandonar los estudios a los catorce años y me dediqué a ayudar en el campo y, principalmente, en el comedor junto a mis padres.

¿Por qué?

Desde 2008, el número de personas que frecuentaban el comedor no hacía más que aumentar año tras año debido a la crisis económica. Esto nos preocupaba profundamente, y cuando nos reuníamos toda la familia, discutíamos sobre el asunto. Seguramente nuestras ideas no aparecerían jamás en un periódico, pero nuestra conclusión siempre era la misma: el dinero no puede desaparecer sin una buena razón, por lo que alguien debe de estar metiendo la mano donde no debiera.

Y sin duda lo que más nos molestaba, era que quién la pagaba, era la gente honesta, aquella que luchaba por el pan de cada día y recibía menos de lo que su esfuerzo merecía. Y no lo decíamos por nosotros, no. Claro que esto nos afectaba, pero la solidaridad que reinaba en mi familia nos hacía seguir trabajando, aunque no sin sufrimiento.

Sin embargo, en el 2013 se produjeron una serie de hechos transcendentales. De entre las numerosas medidas de recorte del gasto económico del Estado, el Gobierno decidió acabar con las ayudas a los comedores sociales. Esto afectó a mucha gente que, pese a la heroica solidaridad ciudadana, empezó a padecer un hambre que hizo perder la cabeza a mucha gente honrada perteneciente a la clase media. La crisis consiguió su objetivo, hacer desaparecer la clase intermedia.

Las calles hervían. Los enfrentamientos con los cuerpos del Estado resultaban diarios. Los asaltos a comercios, también. Personas que no eran delincuentes, comenzaron a delinquir. Por supervivencia. España fue expulsada de la Eurozona. La constante aparición de personajes a favor de la revolución contra los poderosos provocó que el Gobierno desapareciese. Los que pudieron, huyeron. Los que no, fueron juzgados por el pueblo.

El 2015 fue un año de incertidumbre política. En el 2016, ya no existía la política. Existía la revolución. Y allí estuve yo, en pleno centro de Madrid, junto a mis padres y mis hermanos. Robábamos a los comercios e instituciones más ricas, aplicando nuestra propia justicia. Se establecieron enormes campamentos solidarios, pero seguía sin ser suficiente.

En octubre llegó Ernesto Correa. Respaldado por antiguos militares y policías que se oponían a la revolución, tomó posesión del cargo de Gobernador de las Fuerzas del Estado. Tanto el ejército como la policía se sometieron a su autoridad, obedientes. Entonces la violencia más absoluta se descubrió. Nosotros nos defendíamos como podíamos, pero nuestros recursos no podían compararse con su armamento. La muerte dejó de estar censurada.

Un payaso triste y oscuro

25 de noviembre de 2017. El día de mi 23 cumpleaños, mis padres quisieron prepararme una sorpresa. Bajo la excusa de realizar un recado nos alejamos a uno de los barrios expoliados y desiertos que por entonces comenzaban a surgir en el centro de Madrid. Cuando me desvelaron que no existía recado alguno, mi padre sacó una pequeña tarta de chocolate con una cerilla clavada. Tras encenderla, me invitó a soplar. Así lo hice.

Entonces mi madre extrajo de su bolsillo una carta. Comenzó a leerla mientras yo escuchaba atónito. Era un poema de Miguel Hernández sobre la guerra. La guerra, y el amor que se esconde en ella. La luz en la oscuridad. Las lágrimas brotaron de mis ojos. Y de los de mis padres y mis hermanos.

Desafortunadamente, mi madre no pudo terminar de recitar el poema. Una detonación silenció su delicada voz. Mi padre se tambaleaba. Había sangre en su sucia camiseta, sobre el pecho. Una escuadra de diez militares avanzaba por la calle, a toda prisa, sedientos. Intentamos levantar a mi padre, pero un disparo a mi hermano Fernando, y los suplicantes ojos de mi padre, nos convencieron a mi madre, a Gabriel y a mí de huir. Apenas recorridos cinco metros, mi madre se detuvo. No podía dejar ahí a su amado marido. Besó mi frente y me entregó el poema justo antes de volver junto a mi padre. Yo no pude hacer nada. Pero pude ver como otro hijo de puta le disparaba en el estómago. Entre sollozos, se dejó caer junto a mi padre. Un disparo a bocajarro en la cabeza enfrió sus lágrimas.

Gabriel y yo continuamos nuestra huida por estrechos callejones. Corríamos con todas nuestras fuerzas, llorando con la imagen de nuestros padres y Fernando en el suelo. Nuestro corazón se desangraba. Cuando menos lo esperábamos, nos topamos con tres militares que aparecieron tras un portal. Haciendo uso de la rabia que nos oprimía el pecho, propinamos continuos puñetazos a los militares. Mi hermano extrajo un puñal del bolsillo y apuñaló a uno en el pecho. Le arrebató la pistola y disparó contra los otros dos. Entonces me miró, y con las manos manchadas de sangre,  me dijo: “Huye, tú que aún tienes algo que aportar a este mundo. Yo te cubro”. Sin más, se dirigió hacia el resto de militares que se aproximaban entre jaleos. Abrió fuego. Yo huí.

Por el rabillo del ojo pude ver como recibía tres disparos, perforando su espalda. Se giró hacia mí antes de derrumbarse en el suelo. Yo seguí huyendo. Huyendo. Entonces saboreé el odio más verdadero, más cruel y más honesto. El más justo. Ése odio.

Supervivencia emocional

Conseguí huir camuflándome entre el resto de revolucionarios y, al no poder borrar el más absoluto miedo y odio de mi cara, decidí volver a casa con cuidado. La venganza era un plato que se servía frío, y mi sangre, lejos de ser horchata, hervía de ira. Debía hacer las cosas bien para tener éxito en mi empresa. Despejar la mente me costó cinco años.

En estos cinco años, Ernesto Correa devolvió el “orden”, esa palabra tan recurrente para los totalitarios, a España. Aisló al país de Europa y comenzó a crear puestos de trabajo bajo ciertas condiciones que ponían en escena la siguiente cuestión: ¿libertad o pan? No hubo variedad de colores en el enfrentamiento de la rebeldía contra el miedo. Se impuso la brutalidad del dictador y el pueblo, con el rabo entre las piernas y amenazado, dejó la revolución para otro momento.

Con respecto a mí, tuve muy presentes las imágenes de mis padres y mis hermanos. Es más, deseaba tenerlas ahí. Jamás olvidaría. Jamás perdonaría. Sin embargo, lo que me daría más fuerza y confianza para seguir con la decisión que había tomado, no serían esas imágenes, sino aquellos vídeos y aquellas fotografías de mi infancia en las que sólo había amor. La venganza la dicta el corazón. La piensa la cabeza, pero la dicta el corazón. Y en el corazón hay amor, mucho. Y también odio. Pues el amor y el odio no son extremos que se tocan. Se abrazan. Y uno no puede existir sin el otro. Y el que diga lo contrario, es que aún no ha sentido suficiente. Ellos formaban la máscara partida que la vida había colocado sobre mi vida.

La manzana cae del árbol

25 de mayo de 2024. No sé por qué coño he escrito esto, nada menos que mi vida entera, si probablemente nadie la leerá ni le dará la justa importancia. Acabo de comenzar una nueva, falsa y mísera, mas necesaria, vida como policía al servicio de Ernesto Correa. Por suerte, la persona cuya identidad suplanto, Alberto Ramírez Ortega, ya pasó en su día por los lavados de cerebro, torturas y pruebas de fidelidad a las que el dictador sometía a todo aquel que trabajaba para él. Al no existir ningún vínculo de amistad entre los policías, simplemente me limité a guardar silencio, escuchar y hacer mi trabajo; mantener el orden.
Escondido en una granja, pasé aquellos catorce meses entrenando para mi misión. Perfeccioné mi puntería con mi nuevo socio; un revólver Smith & Wesson. Corría durante una hora cada noche. Golpeaba el saco de boxeo hasta que mis nudillos sangraran. Todo estaba dispuesto. Y mi cabeza no iba a ser menos.


Día D

16 de julio de 2025. Reuní mis cosas y me preparé para partir. Tenía una cita con la historia. Estábamos citados a las 8 a.m. en la nueva sede de las Fuerzas del Estado en la Castellana. Yo me anticipé y aparqué mi automóvil personal a cien metros del campo de concentración que Correa visitaría aquella mañana. Sabía muy bien lo que debía de hacer.

Me dirigí en un segundo automóvil a la Castellana y me incorporé al dispositivo policial. El despliegue era importante, pero el terror entre el pueblo, que había vuelto a dejar de ser pueblo para convertirse en sociedad, y el ego de un Ernesto Correa que se creía inmortal, hacían muy improbable un acto terrorista contra el gobernador. Yo jugaba con ello, y, sobre todo, con que mi ataque se produciría desde dentro.

La llegada al campo de concentración se produjo sin ningún incidente, y con tranquilidad, el acto comenzó con un discurso sobre el orden, la tranquilidad y la defensa de España que Ernesto Correa garantizaba. Me procuré una posición alejada, para poder huir entre la confusión. Lo que más me sorprendió fue mi pulso, mi tranquilidad. Sabía que era justo. No podía arriesgarme a disparar en el pecho, pues seguramente llevaría chaleco antibalas. Por eso disparé a la cabeza. Como ellos hicieron con mi madre.

El disparo fue limpio. La detonación,  casi melodiosa. El impacto, brutal. Le reventé la tapa de los sesos. Alcancé a Ernesto Correa a la altura de la sien. Le atravesó el cráneo. Entonces huí hacia mi vehículo, que me esperaba impaciente, y presto me di a la fuga. Conduje acelerado, callejeando todo lo que pude. No improvisaba. Conocía perfectamente el recorrido hacia la granja.

Cuando creí que mi huida resultaba airosa, me vi sorprendido por tres coches de policía a mis espaldas. Comenzaron a disparar. No podía defenderme. Intentaba confundir sus disparos con bruscos giros del volante. Pero no pude evitar que una bala alcanzara mi hombro izquierdo. Aun así, resistí el dolor y continué conduciendo.

Pensé en dirigirme hacia algún pueblo cercano y confundirles, pero un nuevo disparo pinchó una rueda trasera. Se acabó. No había escapatoria. Pero había una salida; una muerte digna, que me mantuviera vivo.
Entré atropelladamente en la granja atravesando una pared de madera con el coche y subí a mi habitación. Obstaculicé la puerta mientras escuchaba los pasos que me seguían. “¡Abre la puerta, cerdo traidor!”. Yo me deshice del uniforme y quedé con una camisa blanca teñida de sangre en la manga izquierda. Sangraba demasiado. La sangre no estaba fría. Podría haber intentado enfrentarme a ellos, pues no serían más de diez, pero no sabía si quería seguir viviendo.

Caí exhausto en una esquina, observando las paredes estampadas de fotografías de mi familia en tiempos mejores. ¿Cómo me trataría la historia? ¿Qué dirían de mí los periódicos del día siguiente? Seguramente me tacharían de terrorista. Probablemente lo fuese. De antisistema. Seguro. De loco, enfermo mental. No, eso sí que no lo era. Yo no estoy loco. En ningún momento lo estuve. Siempre tuve una razón.

¿Qué sería de mí en la otra vida? Pudiera ser que no me reencontrara con mi familia, pues ellos descansaban seguro en el cielo. Quizás sí me encontrara con Gabriel en el infierno. ¿Cómo trataría la justicia divina, Dios, mi acto?

-Cabrón, o abres la puerta o la tiramos abajo. Vamos a matarte, escoria.- los perros esperaban ansiosos.

¿Y mi conciencia? ¿Puedo irme tranquilo? No, seguramente no, porque sabía que en el fondo, no había hecho nada. Pese a todo, seguía frustrado. “El mundo seguirá enfermo”, me dije. Los gobiernos seguirán siendo corruptos, y la gente humilde, el pueblo, seguirá sufriendo. No era justo. Ah, la justicia. Esa fulana que se pasea por las esquinas dejando su olor a prostitución. ¿Qué es la justicia, sino la mayor mentira que nos hayan contado? Supongo que la JUSTICIA, con mayúsculas, debe de existir, escondida. Esperando su momento. Como yo lo estuve. Supongo que, de una forma u otra, yo había hecho justicia. De la que se escribe con mayúsculas. Entonces la puerta cayó.

-¡Hijo de puta! ¡Estás muerto!

Les observé divertido. Entraron cinco y otros cuatro asomaban desde fuera. Ya sí que no tenía nada que perder:

-Si no hay justicia para el pueblo, no habrá paz para quienes nos gobiernan.

Apreté el gatillo bajo mi mandíbula.

Posdata

El 18 de junio de 2025 se anunció la muerte de Ernesto Correa, quién fue enterrado como un héroe nacional, al servicio de la patria. Fue asesinado el 16 de junio de2025 durante la inauguración de un Centro de Estabilización Moral, por un tiro en la cabeza. El ejecutor fue Juan Isidoro Castro Ramos. Un secuaz de Al Qaeda en España. Una amenaza contra el régimen.

Sin embargo, lo que a continuación se narra, no aparecerá jamás en los medios de comunicación. Los médicos forenses encargados de realizar la autopsia a Ernesto Correa, encontraron en el interior de la bala que atravesó su cerebro una nota. La nota estaba manchada de sangre coagulada y seca. Y escrita a mano. Era un poema:

“La cebolla es escarcha
cerrada y pobre:
escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla:
hielo negro y escarcha
grande y redonda.

En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre,
escarchada de azúcar,
cebolla y hambre.

Una mujer morena,
resuelta en luna,
se derrama hilo a hilo
sobre la cuna.
Ríete, niño,
que te tragas la luna
cuando es preciso.

Alondra de mi casa,
ríete mucho.
Es tu risa en los ojos
la luz del mundo.
Ríete tanto
que en el alma al oírte,
bata el espacio.

Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.

Es tu risa la espada
más victoriosa.
Vencedor de las flores
y las alondras.
Rival del sol.
Porvenir de mis huesos
y de mi amor.

La carne aleteante,
súbito el párpado,
el vivir como nunca
coloreado.
¡Cuánto jilguero
se remonta, aletea,
desde tu cuerpo!

Desperté de ser niño.
Nunca despiertes.
Triste llevo la boca.
Ríete siempre.
Siempre en la cuna,
defendiendo la risa
pluma por pluma.

Ser de vuelo tan alto,
tan extendido,
que tu carne parece
cielo cernido.
¡Si yo pudiera
remontarme al origen
de tu carrera!

Al octavo mes ríes
con cinco azahares.
Con cinco diminutas
ferocidades.
Con cinco dientes
como cinco jazmines
adolescentes.

Frontera de los besos
serán mañana,
cuando en la dentadura
sientas un arma.
Sientas un fuego
correr dientes abajo
buscando el centro.

Vuela niño en la doble
luna del pecho.
Él, triste de cebolla.
Tú, satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre.”
“Nanas de la cebolla”, Miguel Hernández.

                                 FIN

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