Se
acercó sigiloso y se colocó frente a la barra, donde yo apoyaba el cuerpo
mientras observaba el partido de fútbol junto a mi padre. Llamó mi atención
desde el primer momento. Un rostro perdido, distraído en una realidad que evidentemente
no era la mía.
Al
principio me recordó al perro que rodea la mesa para buscar algo de comida,
bien por bondad o bien por fortuna. El sujeto permanecía entre nosotros y la
máquina tragaperras. En ese instante, cruzó mi cabeza la idea de que pretendiera
robar. Demasiado silencioso. Demasiado abstraído.
Sin
embargo, tras varios minutos en silencio, el hombre habló con una voz que
ocultaba vergüenza, procurando no llamar la atención. “José, ponme un cubatilla
cuando puedas”. El camarero asintió sin pronunciar respuesta alguna. Quizás ya
acostumbrado a la petición. Quizás acostumbrado a la respuesta. Pero triste, por tener que escucharla y, sobre todo, que
corresponderla.
Cubata
en mano, el perfecto extraño daba pequeños pasos por el pasillo creado entre la
barra y las tragaperras. Bebía a sorbitos. Quizás saboreando con esmero el
alcohol. Quizás, pretendiendo amortizar el dinero gastado. Quizás no fuera el
primero de la noche.
Habiendo
pagado ya y disponiéndonos a marchar, otro perfecto extraño se acercó al
primero. “Rafa, te veo muy serio. ¿Estás bien?”. Tras una mirada melancólica,
Rafa respondió. “Sí, estoy bien. Simplemente disfruto de una copa. Tranquilo”.
El segundo extraño pareció quedar satisfecho, aunque yo preví que no, y dejó a
Rafa solo. Como nosotros, que salimos del bar.
Paz!
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