Tras mi desencuentro con la gaviota, no me quedó otra que continuar mi loca aventura, la cual había empezado a convertirse en una búsqueda impaciente. A los pocos días mi alivio aumentó al volver a ser invitado y tentado por otras gaviotas. No volví a caer en su juego, y concluí que no podían ser ángeles por ninguna de las maneras, ya que éstos debían no ser tan numerosos y, sobre todo, no tan fáciles de encontrar.
Me sumergí en una inusitada comodidad, tan solitario como estaba aunque en aparente armonía con mi universo, en mi vieja barca. Surcaba el mar y me imponía a las olas. Yo, que no sabía nadar, mucho menos, navegar. Me encontraba eufórico. Exultante. Mi ego, insultante. Creí enamorarme de mí mismo. Sin embargo, cuando mejor me sentía, todo cambió.
Creo que empezó cuando un zumbido permanente se instaló en mi tímpano. Me giraba y buscaba. Me giraba y buscaba. Pero no encontraba el origen de aquel extraño zumbido. Desconocía de dónde había llegado, dónde estaba y dónde terminaría. Creo que ahí fue cuando perdí la cordura.
Pasé varios días inmerso en una espesa niebla que cegaba ya no mi vista sino mi razón. Por supuesto, el zumbido persistía en mi tímpano. Hasta que lo encontré- Al principio no estaba seguro de que fuera aquel pequeño ser el que producía aquel zumbido, pero el hecho de que se apoyara en la proa de mi vieja barca, disipó mis dudas.
Me daba la espalda. Parecía ignorarme. Me estaba volviendo loco, y decidí ir a por él. Pero antes de que pudiera dar el primer paso, echó a volar como una centella. Era un colibrí. Pensé haberlo perdido, pero regresó. Aprecié su hermosura. Su belleza era auténtica. Y no sólo por su colorido plumaje, ni por su largo pico, sino por su interior. Nunca había entrado en contacto con el alma de un ave, pero sabía que existía; me lo decían sus ojos. Porque sus ojos me miraban de verdad. Comencé a llamarlo, y lejos de asustarse, acudió. Se posó en mi mano. Más tarde, en mi hombro. Me sentí afortunado.
Seguía rodeado de niebla, pero me sentía seguro con aquel agradable colibrí. Era dulce sin dejar de ser divertido. Delicado sin dejar de ser activo. Decidí extraer mi dibujo. Sin duda, aquel ave no era una sirena, pero, ¿quién decía que el amor no pudiera adoptar aquellas formas?
Me convencí de que al fin la había encontrado. Era hora de regresar. ¿Si no era aquel ave la sirena que buscaba, quién iba a serlo? Le entregué mi amor. Y en ese momento, desapareció. ¿Para siempre? Yo me quedé solo. Buscándolo. Yo, que no sabía nadar, mucho menos, navegar.
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