Yo siempre fui inquieto. Aunque también tranquilo. Nadie me enseñó a nadar. Mucho menos a navegar. Pero desde que era muy pequeño, siempre soñé con besar a una sirena.
Quería escapar de mi mundo, y me pareció que el encontrar a una sirena adecuada para mí, me haría volver a nacer. Cómo no, yo, que no sabía nadar, mucho menos navegar, pensé que sería el amor, ése amor del que hablaban mis padres, mis amigos, y por supuesto, mis libros, el que me llevaría a encontrar mi sirena.
Por eso, aquel señalado día, una hoja arrancada de mi cuaderno en la que dibujé con témperas lo que yo, que no sabía nadar, mucho menos navegar, entendía por amor.
Decidí acercarme a la orilla del mar más cercana, y a la vez, más alejada de mi mundo, de mi país, de sus problemas y, sobre todo, de aquello que ahora asustaba a todo el mundo: las consecuencias de los problemas. Allí en la orilla encontré esa barquilla que cada tarde moría del aburrimiento, pero que cada tarde yo soñaba conquistar. Agarré la barquilla y sin ni siquiera limpiarle el polvo ni la mierda, la eché al mar. Yo, que no sabía nadar, mucho menos, navegar.
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