viernes, 24 de mayo de 2013

PUZZLE DE MEDIANOCHE


Prólogo


El ser humano es simple. El hombre es sencillo y por regla general, inútil. Una vida es demasiado leve, demasiado frágil, demasiado fina... Alrededor de 90 años, trescientos sesenta y cinco días, un día son veinticuatro horas. Y algunos duermen durante más de diez de las veinticuatro. ¿Y qué es una hora?
Para colmo de lo absurdo, nos empeñamos en diseñar la vida. Con locura, pintamos usando témperas las paredes del dormitorio del recién nacido. Dejamos migas de pan en el camino que deberá recorrer, no en el que ha dejado atrás. Respeta a tu familia, busca la armonía. Ama a alguien de distinto sexo, ten un trabajo decente que te permita levantar la cabeza al volver a casa. Ten hijos. Ahí cambia tu posición en la cadena, que vuelve a empezar para otra persona. Sólo la religión comienza a ser prescindible. Todo lo que signifique escapar a esta red condena al individuo al ostracismo, a la marginación.
Podría decirse que cada ser humano es encuadrado en un puzzle de un millón de piezas desde su nacimiento. El problema es que la luz le golpea siendo una sola, y cuando por fin respira por sí mismo, no llega a las cinco. A pesar de esto, ya hay un puzzle para el ser. No contamos con piezas que no encajan porque no encuentran su lugar, con piezas que no encajan y deberían, piezas que encajan y no deben...
Giran la mirada cuando encuentran un puzzle roto, arrojado en un contenedor, sólo porque no encajaron las piezas que ellos quisieron que encajaran...


I


Realmente, no sé muy bien qué cojones hago a estas horas de la noche escribiendo esto. Estoy tratando de contar una historia que merece ser escuchada, pero me faltan datos. Estoy tratando de introducirme en la cabeza de una mujer sin serlo. De sumergirme en sus pensamientos, emociones y sentimientos. Qué coño, estoy tratando de bucear en su subconsciente. Y todo sin haber escuchado nunca a una mujer, o al menos, nunca del todo.
Yo conocí a Silvia. Yo la vi crecer; saludar, besar y escupir a la vida, hasta que la vida la escupió a ella –antes que a mí-. La vi dando su primer beso. La vi reír y me ofreció su sonrisa; la vi llorar, y le ofrecí mi hombro. Yo supe cuando perdió la virginidad, aquella tarde de finales de marzo. Yo le di fuego en sus primeros cigarros; yo la vi liando sus primeros porros. La vi cuando volvió a casa con una cicatriz en la cara por un accidente con su moto y la vi llegar con el coche destrozado conduciendo sin carnet.
Pero no, yo no soy su padre. Esa responsabilidad corresponde a Robert Zaho, un politicucho del Partido Este. Ya saben, el típico idiota que termina introduciéndose en política, ganando dinero y fama a costa de ser humillado en su infancia. Casado con la madre de la criatura, Margaret Pollard. Si les soy sincero, nunca se quisieron. Conveniencia, o eso dicen. ¡Y yo que creía que aquello ya quedó atrás! La experiencia me demuestra que lo que ha quedado atrás, es el romanticismo.
Pero ni tengo toda la noche ni les interesa la opinión de este vagabundo. Porque, a propósito, soy vagabundo. Un pobre. Un sin techo. Sin techo y sin paredes en las que apoyarme, y no hablo de cemento. Pero hubo un tiempo en que yo tenía un trabajo al que podríamos catalogar de decente. También una casa, aunque no estuviera a mi nombre. Porque tengo un nombre, ¿saben? Es de lo poco que me queda. Se lo diré por si muero congelado –o me matan, quién sabe- antes de terminar esta historia, lo cual sin duda sería una verdadera lástima.
Mi nombre es Óliver Pramol, y fui jardinero de la familia Zaho cuando Silvia comenzó a construir su puzzle.


II


Comencé a trabajar para los Zaho cuando la pequeña Silvia tenía cuatro años. Recuerdo el sol de aquel verano. Echando la vista atrás, nunca se metieron en mi trabajo: yo cumplía, ellos pagaban… al menos al principio. Por aquel entonces –verano de 1996- los Zaho vivían en Coret, un pueblecito a las afueras de Orelan, donde trabajaban Robert y Maggie.
Me ocupaba de un jardín precioso, pero mal cuidado. Me costó entender que pudiera desatenderse de aquella forma la belleza. Robert solía dejarme el periódico al mediodía tras haberlo leído él, y en ocasiones me permitía llevármelo. No obstante, no cruzábamos palabra. Tampoco lo necesitaba. Maggie solía traer un zumo y algún dulce cuando el sol apretaba. Ella era educada con las palabras.
No podía quejarme de mi situación: trabajaba en lo que quería, sin ser molestado, con un material de lujo, y me pagaban bien. Los Zaho parecían satisfechos. Sin sobresaltos… hasta aquel día. Me hallaba concentrado en una poda cuando escuché a mi espalda que algo se zambullía en el agua de la piscina: la pequeña Silvia se ahogaba. Sin pensarlo dos veces me lancé de cabeza y conseguí rescatar a la niña antes de que fuera demasiado tarde. Tras asegurarme de que Silvia respiraba, me dejé caer en el césped, abatido.
Atónito, me paré a pensar en que los Zaho continuaban inmunes a lo sucedido. Cargué a Silvia en brazos y me aproximé a la puerta de la casa, golpeando el cristal. Robert abrió y nos dio la espalda sin dejar de hablar por su móvil. Ni se había percatado de la toalla que envolvía el menudo cuerpo de su hija. Silvia podía haber muerto ahogada perfectamente tras el despiste de una puerta abierta al jardín.
Decidí no informar a los Zaho de lo sucedido, pero Maggie me encontró con la pequeña en medio del salón. La madre exageró su sorpresa y se ocupó de la niña. Yo miré fijamente sus ojos, y volví al trabajo. Desde aquel momento, Silvia pareció asimilar desde su infantil ignorancia, o inocencia, que me debía algo. Comenzó a frecuentar visitas hacia el jardín, recibiendo yo una doble responsabilidad, ésta segunda como niñera.
Tengo que reconocer que ya por entonces los mechones rubios de Silvia se dejaban caer sobre unas mejillas carnosas que aullaban a dos lunas verdosas. La niña se convirtió en mi mejor compañera. A cambio, yo la protegía de las arañas que tanto la asustaban.


III


Los años pasaban como brotan y caen las plumas de los árboles alados de hoja caduca. Yo siempre había sido una persona solitaria y casi oculta, refugiado en el silencio y abrigado en la naturaleza. No obstante, las cosas cambiaron; acepté sacrificar el recogimiento de mi soledad en favor de la atención y el entusiasmo de Silvia. En un pasado de esquinas y pasillos sin luz como el mío, sonrisas como la de aquella chiquilla no tenían lugar. Aquel mi presente se llagaba entre esos dos finos labios inocentes y vírgenes. Cada minuto de mi vida a su lado se convirtió en un constante mirar al reloj para contar los segundos que discurrían entre destello y destello. Por suerte eran pocos, y mirando al futuro, me aterraba volver a aquellas esquinas y a aquellos pasillos.
Mas creo que aún no he hablado de Maggie, ¿cierto? Oh, Maggie era una mujer preciosa. Suponía que Maggie algún día fue tal como era su hija, y que tarde o temprano Silvia terminaría convirtiéndose en una hermosa mujer, a semejanza de su madre. Maggie era una superviviente. Desarraigada, su “familia” la abandonó, y la pequeña vagó de hogar en hogar sin poder huir del pozo de la pobreza. Y el hambre agudiza el ingenio.
Ni que decir tiene que todo esto no lo sé por su propia boca sino por la de Silvia, muchos años más tarde. Maggie, en su infancia, vio cosas. Y el mayor terror en su vida fue siempre volver a esas cosas. Pese a haber nacido en uno de ellos, hay pozos a los que uno no quiere volver jamás. Yo no conocía los argumentos de Maggie, pero sí los míos como para tener miedo al pensar en un futuro igual que el pasado.
Maggie no tenía un trabajo fijo ya que Robert no quería que así fuera. Disponía de total libertad, y pasaba mucho tiempo fuera de casa desde que me gané la amistad de Silvia. Iba de compras, salía con sus amigas, acudía a eventos culturales y deportivos… esto no ayudó a la infancia de Silvia, pero claro, ahí estaba yo.


IV


Entre mis mejores recuerdos siempre quedará una tarde de mayo. Silvia había cumplido ya los trece años. Yo me encontraba en el jardín con mis rosas y mis cosas, ustedes ya saben. Eran cerca de las cuatro y Silvia ya debería haber llegado de su instituto. Su primer año de instituto, quién no lo recuerda con cariño. Todo tan extraño, tan desorientado… con miedo, incluso. Aquella época en la que los niños querían ser futbolistas, bomberos, astronautas, y las chicas escritoras, modelos, diseñadoras…
Yo quería ser juez. O abogado, o yo que sé. Yo quería hacer justicia. Era mi mayor ambición. Mi educación me había mostrado realidades que pocos de aquellos ilusos futbolistas, bomberos o astronautas, conocían. Ninguno, me atrevería a decir. Yo ya sabía que la vida era una mierda. Una mierda muy injusta. Me habían enseñado a distinguir entre buenos y malos, de lo que deduje que los buenos temen a los malos pero los malos no temen a los buenos. Y yo quería que a mí me temieran los malos.
Sin embargo, la escuela de la calle, de mi calle, me enseñó y me demostró que el mundo es demasiado complejo como para distinguir entre buenos y malos sin más. Todo lo que hacemos tiene un motivo y un efecto, así como todo lo que pensamos. Inclusive, la mayor locura jamás antes cometida por el mayor de los locos. ¿Pero que levante la mano el loco, no?
Una tarde de mayo yo me encontraba en el jardín con mis rosas y mis cosas cuando los vi llegar. Silvia caminaba junto a Marco, vecino y de su misma edad. Silvia apretaba su carpeta contra su pecho y sonreía mirando el suelo. Marco no perdía de vista aquellos tirabuzones dorados que le impedían contemplar sus verdosos ojos. Iban de la mano.
Decidieron detenerse en una esquina antes de separar sus caminos. Los dos se miraron y se buscaron el iris. Él agachó la cabeza y ella elevó la barbilla. Se besaron con timidez y silencio. Efímero, para que el momento fuera solo suyo.
Al entrar en el jardín aún le duraba una sonrisa traviesa. Me miró y le devolví indiferencia en el saludo. No quería parecer un cotilla.
-Será nuestro pequeño secreto, Óliver - me dijo.
Al girarme, ella esperaba una respuesta.
-No lo dudes, mi niña.


V


La adolescente Silvia comenzó a salir con Marcos en mayo de 2005. Ambos forjaron un amor infantil e inocente, el primero, por tanto puro. Se veían todos los días pasando horas y horas juntos. Esto provocó que yo volviese a mi triste aunque añorada por otra parte soledad; mi relación con Silvia se diluyó a un “hola” y “adiós” fugaz.
En marzo de 2008, en vistas a cumplir tres años de relación, me sorprendió ver a Marcos entrar de forma apresurada en la casa, pasando por el jardín. Ni siquiera me vio, lo cual no me molestó pero me pareció significativo. Obvio; los Zaho habían salido a ver una obra de teatro. “¡Já!, jóvenes…”. Sonreí para mí y volví a mis labores.
Permanecí alrededor de una hora reflexionando sobre el sexo. Tampoco es que mi actividad sexual haya sido bárbara, pero sí tengo unas ciertas opiniones. A pesar de que el sexo nunca dejará de ser sexo, hay que ver qué simplista se había vuelto todo. Y no lo pensé por Silvia y Marcos, no. Ahí había amor. Pero hoy en día, el amor en el sexo era un bien escaso. Podría decirse que la actividad sexual se acercaba más a lo que podía ser un deporte.
Como digo, una hora después de entrar, Marcos salió. Esta vez más a prisa que como llegó. Silvia no había salido con él. Tampoco se había asomado a la puerta para despedirlo. Decidí pasar para comprobar qué sucedía. Algo no pintaba bien.
Escuché el llanto de Silvia, en su cuarto, desde el salón. La puerta se encontraba abierta de par en par. La cama estaba deshecha, y el resto de la habitación… igual. Busqué en los ojos de la niña una explicación.
-Ha sido horrible…- fue la respuesta.
Resultó que Marcos había tenido un problema con los preservativos; el látex le dio alergia. En medio del calentón, los chicos no supieron parar, echando el resto en una loca marcha-atrás poco efectiva. Marcos eligió marcharse, dejando a Silvia rota.
Acompañé a la pequeña Zaho a una farmacia para comprar una píldora del día después. Verdaderamente, no sé qué cojones hacía yo metido ahí. Supongo que había enfatizado con la chica.
Silvia andaba muy nerviosa antes y después de ingerir la píldora. Sudaba copiosamente.
-Será nuestro pequeño secreto, ¿verdad?- se repetía la escena, pero esta vez su mirada era suplicante.
-Sí, Silvia…
Me miró como si desconfiara de mi palabra y prestó a tención a cómo encendía el cigarro que acababa de llevarme a la boca. Entonces ella sacó otro de su bolsillo.
-¿Me das fuego?
Sorprendido, acerqué el mechero mientras ella con sus manos lo protegía de la brisa amenazante.


VI


Como jardinero me dedicaba a proteger la naturaleza, a tratar a los hijos de la tierra. Pero un vicio que nunca perdí, fue el del tabaco. Menos mal que para esta noche tengo cigarrillos suficientes.
Las hojas del calendario que se pasaban cada treinta días pertenecían al año 2013. Silvia tenía 21 años y estudiaba la carrera de Psicología. ¡Quién lo iba a decir! Pero claro, Robert y Maggie estaban dispuestos a pagar cualquier capricho de la niña, así que sus estudios no iban a ser negados. En menos de dos meses, Silvia había tenido dos accidentes. El primero de ellos fue con la moto: una aparatosa caída en el centro de Orelan, que le provocó una cicatriz en la cara. Como consecuencia, dejó la moto y apostó por el coche; semanas más tarde, chocaba contra otro vehículo al saltarse un semáforo. El coche quedó destrozado pero ella se encontraba bien.
Debía de reconocer que Silvia se había convertido en una mujer increíblemente bella. Solía llevar el pelo recogido en una coleta, dejando caer siempre algún mechón por su rostro. Sin embargo, había tomado un camino peligroso. Sus salidas eran constantes, y no me fiaba ni un pelo de sus juntas. Además, nuestra relación se había roto desde el grosero incidente con Marcos. Le prometí un secreto y pareció que pactamos votos de silencio. La joven Silvia no reconocía al jardinero que la había acompañado en su infancia.
Si algún día las cosas parecieron ir bien, no era por entonces. Pero las cosas siempre pueden ir a peor. Me dirigía a Collet un día de julio de 2013 cuando vi tres coches de policía en mi jardín. Me acerqué todo lo rápido que pude para comprender lo sucedido. Margareth Pollard, Maggie, había sido asesinada a manos de su marido, Robert Zaho. Me quedé helado.
Robert se había entregado a la policía. A las afueras del recinto encontré a Silvia, y automáticamente me fui hacia ella. Me sorprendió el olor del humo que la rodeaba… era marihuana. Le pregunté que cómo se encontraba, a lo que respondió con un bufido y desviando la mirada al tendido. Entendí que debía marcharme.
Días más tarde decidí telefonearla;  yo tenía un contrato.
-Voy a quedarme yo con la casa, Óliver. Gracias por tantos años sirviéndonos pero ya no te necesito; yo no pretendo presumir de jardín, y lo poco que aprendí de ti en mi infancia servirá para mantenerlo. Ingresaré en tu cuenta lo que mi familia te debe.
-… de acuerdo. Oye, no quiero parecer grosero, pero… ¿por qué? ¿Por qué mató Robert a Maggie?
-Mi madre siempre ha tenido miedo de regresar a la pobreza. Por ello nunca perdió el contacto con hombres influyentes, siendo una “buena amiga”. En los últimos meses, el Partido Este sondeaba mandar a la mierda a mi padre, por capullo. Mi madre dejó de ser solo una amiga para algunos…
Efectivamente, en su declaración Robert Zaho confirmó que se trataba de un crimen pasional. Fue condenado a cadena perpetua.


VII


Mentiría si dijera que no me dolió. Con los Zaho había alcanzado lo más parecido a la felicidad que había tenido nunca cerca de mis dedos. Ahora debía volver a nacer, volver a buscarme la vida.
La felicidad… a día de hoy, aún la persigo. Quizás perseguir no sea el verbo apropiado… más bien esperar, anhelar. Creo que muy a menudo mi sociedad se confunde. La felicidad no es la ausencia de tristeza o preocupaciones. Es algo más. Siempre es algo más… ¿pero cómo voy a definir el olor de un perfume que nunca he disfrutado?
Lo que sí sé es que yo no podría tener la cabeza vacía. Yo siempre tengo ideas y preocupaciones; eso me hace sentir que sigo funcionando. Otros preferirían tenerla vacía, y lo llaman a eso felicidad o paz. Bien, supongo que podría decirse que yo alcanzo la paz estando en guerra. Quizás sea yo el perro verde.
Sin embargo, no importa la idea de felicidad que tengan; ésta siempre ha estado lejos de mí. No he vuelto a tener un contrato como el que tuve con los Zaho. Volví a vivir en un piso de mierda en Orelan y me apunté al paro. Fui tirando a la vez que hacía alguna chapuza en algún jardín. Cuando vi que no era suficiente, comencé a repartir pizzas. Cuando vi que no tenía otra opción, comencé a vender droga.
Aquel mundo no era extraño para mí. Siempre la tuve cerca. Aún recuerdo amigos del instituto atrapados por ella, incapaces de alejarse, de moverse… hace tiempo que no sé nada de ellos. Yo me mantuve firme y no entré, es más, la rehuía siempre que podía. De repente se convirtió en mi última alternativa.
Empecé cultivando marihuana y más tarde me dediqué a vender otras sustancias ilegales. Todavía son ilegales sí. Yo soy de la opinión de que deberían legalizarse. Con prohibiciones, la gente no desarrolla su inteligencia salvo para obtener lo prohibido. Un día escuché que deberían prohibir los libros. Qué razón.
Seguí recordando a Maggie. Era incapaz de asimilar su muerte, su asesinato. ¡Qué tragedia! El caso se cerró sin más, y no porque fuese extremadamente claro. Yo que había estado próximo a ambos poseía muchas más preguntas, aunque prefería guardarlas para mí. Además, Silvia nunca vino a verme. Tampoco yo a ella, es cierto. Nadie pareció interesado en investigar el caso. Ni quiera Silvia.


VIII


Desde mediados del 2014, toparme con Silvia en la noche de Orelan se convirtió en rutina. La chica frecuentaba los puntos negros de la ciudad persiguiendo droga. Reconozco que yo mismo le vendí algo. De su boca supe que no le iban mal las cosas, aunque vivía de las rentas. Decía que quería ser escritora, y que dedicaba muchas horas a esa actividad.
Podría decirse que Silvia y yo entramos al mundo de la noche al mismo tiempo. Comprábamos, vendíamos, consumíamos, nos cruzábamos en bares, discotecas, esquinas… Así, descubrí que mi instinto paternal hacia la criatura de tirabuzones rubios permanecía intacto. La quería, y la veía muy niña aún para ese ambiente… Decidí que tendría siempre un ojo encima.
Obvio que por un lado me alegraba, pero por otro lado me entristecía que Silvia nunca necesitara mi ayuda. Siempre controlaba. Nada se le iba de las manos, ni siquiera las intenciones de los que la rodeaban. Una noche, la vi adentrándose en un callejón con un tipo al que yo no conocía. Alejados del tumulto, discutían. Me preparé por si debía entrar en acción, aunque claro, ¿qué podía hacer un cuarentón como yo?
De repente, él extrajo una navaja y la situó próxima al cuello de Silvia. Antes de que pudiera hacer nada –ni él ni yo-, Silvia tenía una pistola entre los ojos de éste, que lo obligó a bajar su arma. Con un gesto de la cara, Silvia lo mandó lejos. Él la obedeció. Mientras, ella quedó allí de pie apurando un cigarro.
No daba crédito a lo que acababan de ver mis ojos. La pequeña Silvia sabía muy bien lo que tenía que hacer. A lo mejor era ella quien debía protegerme a mí.


IX


Aún podía mantener el triste zulo en el que vivía. Por la mañana bajaba a una cafetería del barrio para leer el periódico. Yo pagaba el café, no el periódico. Nunca pagaría por leer un periódico. Me parecía tan superficial, tan escaso de variedad… Me aburría la información política. ¿Políticos? ¡No son nadie! El periódico reproduce textualmente a los políticos, es decir, dan cobertura a sus mentiras. Por tanto, ¿para qué pagar por algo en lo que no crees? Quizás si se arruinasen cambiarían su contenido… pero claro, si se arruinaban podían desaparecer. ¡Y el periodismo no podía desaparecer nunca!
Pero una mañana de octubre de 2015, una sección nueva llamó mi atención. “Lo que no quiere ser visto”. El nuevo título ya captó mi interés, pero lo que en el reportaje encontré, me fascinó. Con una buena pluma y un rico pero directo lenguaje, se narraban historias de lo que sucedía en la noche de Orelan. Hablaba de drogas, de ajustes de cuentas, de peleas de prostitución, de muerte…
Había que tener dos huevos para escribir sobre eso. Yo mismo conocía a varios tipos a los que hacía referencia. Porque habituaba a dar nombres, eh. Cuando busqué el autor, no encontré un nombre ni un apellido. Bífida.
Sin duda, era una buena forma de protegerse. Ahora era el medio el que asumía una gran responsabilidad. Mi siguiente pensamiento fue una preocupación: esto no va a hacerle ninguna gracia a los señores de la noche.


X


En los siguientes meses, la policía realizó un buen número de redadas y detenciones fruto de aquella misteriosa sección. Desde “El Diario de Orelan” se defendió a ultranza aquella serie de reportajes que estaban causando furor en la ciudad.
Mis propias fuentes me desvelaron diversas amenazas para lograr descubrir la identidad del periodista. El medio negó saber su autoría. Verdaderamente, no creo que mintieran. Quien fuera que estuviera publicando aquellas historias se estaba jugando el cuello.
Un buen día, Silvia vino a verme. Hacía tiempo que su presencia por la noche era más es casa. Me compró poco, decía que estaba dejando la droga.
-Sí, así como te lo digo. Estoy dejándola- su sonrisa no dejaba de deslumbrarme.
-Bueno, me alegro por ti, entonces. Por cierto, supongo que estarás al tanto de la nueva sección de “El Diario de Orelan”, ¿no?
-Sí. Está causando muchos problemas a mucha gente.
-¡Desde luego! Si te soy sincero, a veces pienso que mi nombre podría aparecer en alguna de esas columnas. Me alivia pensar que nadie quiere buscar problemas a alguien tan mayor y tan solitario…
-Tranquilo, a ti no te causarán ningún problema…
-¿Por qué estás tan segura?
Silvia se mordió la lengua unos segundos antes de mirarme con una mueca divertida.
-¿Tu sabías guardar secretos, verdad?
-…no…- no me lo podía creer.
-Yo soy Bífida.


XI


¿Qué diantres le pasaba por la cabeza? Me miró a los ojos, interrumpiendo su faz divertida para enfatizar un halo sombrío a sus palabras. Ante mi desconcierto, continuó hablando:
-Además, Óliver, creo que lo mejor es que rompamos el contacto. Tú estás a salvo, yo en cambio… soy peligrosa. Todo irá bien si no volvemos a vernos… - se giró emprendiendo el camino de vuelta-… y gracias por todo. No lo olvido.
Inmadura. Temeraria. Inocente. Infantil. Irrespetuosa para con ella como para con los demás, como para conmigo. Esa clase de palabras revolotearon en mi cabeza durante esos segundos. Pero recordé lo que pensaba de Bífida antes de conocer su identidad: era admirable.
Así pues, me resigné a seguirla de cerca. Silvia dejó claro que no quería verme, pero yo no quería aceptarlo. “No puedo dejarla sola”. Las siguientes semanas frecuenté más que de costumbre los barrios más movidos de Orelan. Tenía la esperanza de verla cada noche. De saber que estaba bien. De saber que seguía con vida.
En lo que a mí respecta, mi situación económica se vio perjudicada por aquella extraña obligación moral de proteger a Silvia. Renuncié a los trabajos de jardinería y a las pizzas para  pasar más horas en la calle. Si no encontraba la melena rubia en la noche, probaría en el día. Para mantenerme, vendía más droga. Por tanto, estaba más expuesto, y me llevé algún que otro susto.
Aunque no tildaría de susto mi desahucio. Lo vi venir, y no hice nada por evitarlo. Lo poco que poseía como mío bastaba como para mantener mi cuerpo vivo en las últimas noches de frío de aquel invierno. Con suerte, solía encontrar alguna casa okupa en la que pudiera alojarme dejando caer el peso de mi cuerpo sobre el suelo, siempre frío.
No habría pasado ni una semana desde que vivía en la calle cuando Bífida me dejó mudo. Su nuevo reportaje tocaba esta vez a los puticlubs de Orelan. Su profundidad y exactitud construían una veracidad suficiente como para que –tal y como fue posteriormente- la justicia tomara cartas en el asunto.
Ahí fue donde verdaderamente me asusté. Las putas en esta ciudad movían mucho dinero. A veces, algo más que eso. En esta ocasión había unos cojones tremendamente hinchados que estaban a punto de explotar. Había que tener mucho cuidado con la gente que había detrás de aquello.


XII


RoseFlow, White Rain, Moulin Chaud y Pure Land. Cuatro clubs en Orelan, además de la prostitución ejercida en la vía pública. Esto último lo descarté; si estaba tan seguro de que Silvia había entrado en el negocio, y conociendo el por qué, no podía estar en la calle.
Mi primera noche en RoseFlow fue en vano. No encontré a Silvia, las putas eran sudacas y la mamada era cara. Desde ese día tomé la decisión de limitarme al show de striptease. Tomando una copa en la barra, esa primera noche, oí rumores. Los señores de la noche andaban muy cabreados. Los primeros reportajes afectaron a camellos de segunda, “don nadies” en el mundillo. Si atacaban a los clubes, estaban atacando mafias.
Aquel letrero rosa parpadeaba insistentemente en la distancia anunciándome que estaba llegando a White Rain. Me senté en la barra observándolo todo pero viendo el espectáculo. Tenía que encontrar a Silvia costara lo que costase. Pasaron la una, pasaron las dos, pasaron las tres, las cuatro, las cinco, y nada. No había rastro de Silvia. Aunque me doliera hacerlo, decidí abandonar el local. Afuera hacía frío. Cerré los puños y los introduje en los bolsillos de mi abrigo, caminando de vuelta a algún lugar.
No me había alejado cien metros cuando oí un grito, seguido de una súplica. En un acto de valentía al que no estaba acostumbrado, decidí acercarme. Por su vestimenta, el tipo debía regentar White Rain. Por su ausencia de abrigo, la muchacha debía ser una prostituta. Ella lloraba a sus pies. Él estaba enfurecido.
-Escúchame Mery, porque puede que no vuelvas a hacerlo. Dime quién es el topo…
-…no lo sé, no lo sé, lo juro…
-¡Mientes!
La abofeteó, algo que pareció hundirla pues dejó de llorar.
-Sé que lo sabes. Quieres engañarme, pero no... ¿Sabes? En el caso de que fueras una puta buena, porque ten claro que antes que nada eres una puta, y no supieras nada, lo que voy a hacer asustará a aquellas o aquellos que sí saben lo que busco…
-¡No! ¡Por favor, se lo ruego! ¡No…!
Mery no pudo terminar su súplica: una bala entró por su sien y escapó por su mandíbula. El silenciador no evitó que unos cuervos huyeran aterrorizados.


XIII


La siguiente noche fui a Moulin Chaud. Presenciar aquel asesinato había cambiado mucho las cosas: encontrar a Silvia se convertía en una contrarreloj. Los hielos de mi copa no me devolvían el rostro que yo quería ver. Decidí levantarme y hacer las cosas bien de una vez. Me introduje en aquel pasillo de habitaciones y fui abriendo puerta por puerta.
Asiáticas, árabes, compañeras de clase… encontraba de todo menos lo que necesitaba. Entonces llegó un empleado alertado del alboroto que yo estaba causando.
-¿A usted qué cojones le pasa, viejo?- su cara no era de hacer amigos.
-Vengo buscándola a ella, rubia, ojos verdosos… me dijo que estaría aquí.
Intenté continuar avanzando por el pasillo pero se interpuso en mi camino.
-No sería aquí, viejo. ¡Márchate! – me espetó.
En un amago de dar la vuelta, lo aparté de un empujón. Seguí abriendo puertas con un sinfín de gritos y música a mi espalda. El pasillo llegaba a su fin… pero apareció. Llevaba puesta una minifalda vaquera y un sujetador carmesí, a juego con sus labios y la aguja de sus tacones. La hierbabuena de sus ojos destilaba sorpresa. Entré en su habitación, cerrando en la cara del que me perseguía. Nos dejó en paz tras aporrear la puerta tres veces.
-Silvia…- mi susurro era casi imperceptible-… no puedes seguir aquí.
Se sentó en la cama y suspiró.
-Óliver, eres tú el que no debería estar aquí.
-Oye, mira, admiro lo que estás haciendo. Pero todo tiene un límite –la miré a los ojos-. Has llegado a ese límite.
Su respuesta fue sacar un cigarro del abrigo y prenderlo. Yo aproveché para echar un vistazo a la habitación. Olía a sexo. En la mesita de noche había coca y una bolsa con lo que deduje que era cristal. Lo señalé. Ella se encogió de hombros.
-Óliver, estoy aprendiendo más que nunca con esto. Ni la muerte de mi madre me enseñó tanto. Por primera vez en mi vida me siento útil. Déjame hacer, te lo pido.
-Pero, ¿por qué? ¿Por qué Silvia? ¿Por qué esto, en este mundo?
-¿Me creerías si te dijera que quiero cambiar el mundo? -expulsó el humo y observó detenidamente mi reacción-. Sé que el mundo es una mierda. Cada día  que pasa soy más consciente. Pero, ¿tiene que haber alguien que lo cambie, no?
-¿Y por qué tienes que ser tú?
Silvia estalló en carcajadas a la vez que se levantaba y apoyaba la mano sobre el picaporte de la puerta.
-Dejémoslo en que es mi recurso en esta vida para huir de la rutina- volvía a tener aquella mirada divertida tan suya- ¿Conforme? Es lo único a lo que temo.
Abrió la puerta y me hizo salir. No. No podía marchar así.
-Además de las arañas, ¿no?
Silvia no esperaba aquello.
-Sí… además de a las arañas.
-Oye, déjame verte una vez a la semana. Te lo pido por favor.
Aquellos segundos delante de la habitación se me hicieron eternos. Pensé que cerraría de un portazo.
-De acuerdo- y ahora sí, cerró-.


XIV


Se me hizo muy larga la espera para volver a ver a Silvia. Los señores de la noche habían entrado en acción. En tan solo seis días, cinco prostitutas habían sido encontradas muertas en descampados próximos a los clubs. Además, se habían denunciado dos desapariciones.
Tenía miedo. Por un lado, me aterrorizaba pensar que había personas muertas por culpa de la actividad de Silvia. Sin embargo, sabía que hacía lo correcto. Reflexionaba sobre esto camino del club. Al llegar, ella ya me estaba esperando.
-¿Cómo estás, Silvia?
-Excitadísima… - era una provocadora-. No, en serio. Estoy entusiasmada con todo esto. Creo que puedo sacar algo importante. Aunque ahora todo esté más parado.
-¿Por qué está todo más parado?
-Ya sabes. Los gordos se acojonan y se esconden. Estos días están siendo muy tranquilos. Hace tiempo que no veo a nadie del que sacar tajada por aquí.
-Quiero entenderlo…
-¿Aún dudas de mí? –Silvia parecía verdaderamente molesta.
-No, no… es sólo que, ya sabes… joder, para mí es muy duro verte aquí. Te he visto crecer. Quiero comprender por qué te has convertido en una prostituta.
-Para mí no es fácil, no chupo pollas por gusto, ¿sabes? – se había puesto a la defensiva- Pero llegué a la conclusión de que nada es algodón de azúcar. Al menos nada de lo que quiero yo. El que quiere gloria tiene que tragar mierda.
¿Qué decir ante esa respuesta? Aunque me jodiera, sabía que la niña tenía razón. Joder, la tenía delante, y no podía dejar de admirar su voluntad…
-Oye, Silvia. Sabes que ahí fuera están matando a gente. ¿No tienes miedo?
-¿Miedo? –otra vez esa sonrisa divertida- El miedo es lo que te mantiene con vida en terreno hostil. Si lo controlas, claro –me guiñó un ojo y me invitó a salir de la habitación.
Desde fuera percibí cómo esnifaba.


XV


Como Silvia dijo la última vez, “ahora todo estaba más parado”. Así lo reflejaban sus textos en el periódico. Cada vez estaba más centrada en sí misma, en sus pensamientos como “mujer de placer”. Sin embargo, seguían matando prostitutas.
Volví a reunirme con Silvia según lo previsto. La noté alegre, entusiasmada. Le pregunté si iba muy drogada, a lo que respondió con una mirada de hielo.
-Óliver, creo que tengo algo gordo.
-¿Cómo de gordo?
-Los suficiente como para lograr lo que me merezco. Últimamente sólo hago basura. Pero eso va a cambiar.
-¿Qué tienes, Silvia?
-Tengo un político –buscaba mi sorpresa, algo que no encontró.
-Bueno, Silvia… creo que la sociedad ha aceptado la corrupción moral de la clase política… prostitutas, estafas, drogas… no creo que sea algo nuevo.
-No hablo de un concejal cualquiera. Hablo del ministro de Educación, John Santos. Pertenece al más estrecho círculo de confianza del Presidente del Gobierno. Puedo tumbar un gobierno, Óliver.
La miré fijamente unos instantes. Sí, sabía que lo haría si estuviera en su mano.
-¿Cuántas veces te lo has tirado?
-Ninguna.
-¿Entonces?
-Lo he visto venir aquí dos veces… seré yo la que lo atrape. Él es mío.
-¿Cómo estás tan segura de que es él si ni siquiera os habéis acostado?
-Él iba a sustituir a mi padre antes de que éste matara a mi madre. Cuando entró en prisión, se hizo con el cargo, y no ha parado de ascender. Es él. –Su mirada no admitía dudas-.
-De acuerdo, de acuerdo. En ese caso, sólo te diré una cosa. Ten cuidado, por favor.
-Voy a hacerlo, Óliver, voy a hacerlo…


XVI


Los textos de Silvia comenzaron a decepcionarme por su superficialidad y a preocuparme por su escasez. ¿No estaba tan ilusionada por meter mano a ese hijo de puta? Aquella semana, el nivel de asesinatos bajó. Sin embargo, las represalias y castigos continuaban. Se rumoreaba con algún suicidio.
Noté a Silvia preocupada desde el primer momento. Parecía tener la cabeza en otra parte. Una vez nos sentamos, comenzamos a conversar:
-Va lento. Necesito más tiempo.
Pareció molestarle mi pregunta.
-Pasamos las noches enteras juntos. Paga lo suficiente como para ello. Consigo drogarlo tres veces más que yo, y como es tan idiota, termina por no darse cuenta de la información que le saco de la cartera, de la boca y del pecho.
-¿A qué te refieres?
-Él está seguro de que yo no le conozco. Cuando se viene abajo, me cuenta sus problemas. Está casado y tiene dos hijas, pero no es feliz. Creo que por ello me es fiel.
-Entiendo… ¿y el reportaje, qué? ¿Piensas sacarlo no?
-Por supuesto. No te quepa la menor duda, Óliver.
Me fui alegre. Por fin, parecía que el sufrimiento conducía a un éxito mayor. Ahora sí estaba entusiasmado. ¡Parecía que tenía yo más ganas que ella de que el escándalo saliera a los medios!


XVII


Pasaron cinco días. Una semana. Dos. Seguía sin saber nada del reportaje de Silvia, y realmente comenzaba a impacientarme. Era consciente de donde se estaba metiendo, el riesgo era enorme. Cualquier despiste podía arruinarlo todo.
Así, decidí presentarme en Moulin Chaud sin previo aviso. Me comentaron que Silvia estaba ocupada y esperé entre copas de Jack Daniels y Four Roses. Iba a pedir la cuenta cuando la vi asomar en su pasillo. Al verme, se acercó.
-Estoy con él, ¿qué quieres? – parecía nerviosa, incómoda ante mi visita.
-Sólo quería saber cómo estabas… estás en peligro, lo sabes.
-No, él no me hará nada… - agachó la mirada evitando el roce de los ojos.
-¿Qué sabes?
-John Santos tiene contacto con una de las mayores mafias de la zona. Él se encarga de suministrar la droga al resto del gobierno. Es una mina de oro…
-¿Algo más?
-Sí… tiene cuentas en un paraíso fiscal en un lugar que aún desconozco. Seguramente, alguna isla.
-¿El muy capullo te ha contado todo eso?
-No. Ven –me condujo hacia la habitación donde John permanecía aparentemente dormido en la cama- Está drogado. En estos momentos agarro su cartera y su móvil. Así sé la mayor parte de las cosas, aunque lo de las cuentas…
-¿Qué pasa con las cuentas?
-Creo que quiere que nos fuguemos, él y yo. Ya te dije, no es feliz. Antes de perder el conocimiento, balbucea que nos vayamos.
-Este hombre ha perdido el juicio.
-Sí, está loco…
Antes de salir la advertí de que no debía demorarse. El tiempo apremia pero debía ser completa en la información. Cuando saliera a la luz, habría que huir.


XVIII


Es triste recordarlo ahora, pero debo admitir que desconfié de Silvia. Había pasado demasiado tiempo. La siguiente semana, el miércoles, me planté en el club para hablar con Silvia, a primera hora.
Fue una conversación banal, absurda, sin ningún motivo ni orientación. Pero sirvió para colocar un micrófono que me permitiría escuchar todo lo que allí sucediera. No era algo que me agradase  hacer, pero me vi obligado. Aquella noche, John volvió.
-¡Silvia!
-Hola, mi amor. ¿Cómo estás? ¿Qué tal el trabajo? –se estaban besando… como una pareja. Desde los primeros instantes resultaba notorio que Silvia era algo más que una puta para John.
-Mal, bueno… ya sabes. Típico día en el banco en el que el moroso te culpa de todo- sus risas reflejaban su ignorancia sobre el conocimiento de Silvia. Era astuta, desde luego.
-Ya, entiendo… ven, vamos a tumbarnos y a descansar. Necesitas descanso…
-Oh, vamos, uno rapidito aunque sea… vamos, princesa, tú déjame a mí…
-No, John, de veras. Descansa…
-No quiero descansar, quiero devorarte…
-¡¡John, para!!
Tras el grito de Silvia, la habitación permaneció en silencio unos segundos.
-John, cariño, tengo algo que decirte…
-¿Qué ocurre, Clara?
¿John no conocía su verdadera identidad?
-John, estoy embarazada…
Esta vez sí, el silencio fue absoluto. Juraría que escuche algún latido, y no era el mío.


XIX


John estaba petrificado, sentado sobre la cama. Tenía la cara que se te queda cuando pasas de pensar en comerte un coño a que vas a tener un hijo con una prostituta. Sus codos reposaban en sus rodillas, y la cabeza, en las manos. Ni tenía voz ni tenía lágrimas.
Al otro lado, Silvia lloraba apoyada en la pared. Buscaba entre la sal del mar un buque de esperanza, de ayuda. La veía temblar, ya por el shock o por la droga.
-Clara, yo… yo no puedo, no puedo hacerme cargo… -había levantado la mirada del suelo.
-Sí, sí que puedes… por mí, hazlo por mí…
-No, Clara. Tú no me conoces. Yo, yo no trabajo en un banco…
Silvia lloraba desconsoladamente, y ahí sacó la rabia.
-¡Ya lo sé! Eres John Santos, el ministro de Educación. ¡Me tomaste por una puta gilipollas desde el principio, y ni te imaginas quién soy!
John había vuelto al estado de conmoción, si bien era cierto que sólo algunos balbuceos salieron de él.
-¿Y por qué mantenías la mentira, si lo sabías?
-¡No te imaginas quién soy, John! ¡Soy Bífida, Silvia Zaho, la reportera de “El Diario de Orelan” que puede arruinar tu vida y hundir un gobierno!
Pareció que John Santos despertaba de un sueño. Era frío el tacto de la mentira.
-Debería matarte ahora mismo…
-¡Pero no puedes! ¡Me quieres! ¡Y yo te quiero, y vamos a tener un hijo! –Silvia suplicaba, sin dejar por ello de amenazarle- Vámonos, John. Dejemos todo atrás.
John se había levantado. Su figura se alzaba entre la cama y la puerta.
-No puedo, no puedo… tengo que salir de aquí.
Un “¡¡NO!!” y un ruido sordo me indicaron que Silvia se había lanzado a sus pies. Lo siguiente tampoco lo vi, pero lo escuché. John le había soltado una patada y cerraba la puerta tras de sí.
XX
Reconozco que yo también me encontraba conmocionado. Todo era tan… no sé. Joder, no podía hacerme una idea de lo que estaba pasando. El cuerpo de Silvia tras la ventana me sacó de mi trance. Había agarrado una bolsa de pastillas. Las deslizó por su boca y las tragó. No paraba de llorar. Ahí, salí corriendo.
Me tropecé con John por el pasillo y de una voz lo obligué a regresar a la habitación de Silvia, Clara o Bífida. La encontramos tumbada. Temblaba y lloraba, con un test de embarazo positivo en la mano. Sus constantes vitales aún eran estables.
-¡¡Que alguien llame a una ambulancia!!- llevaba a Silvia en mis brazos, y el resto de personas del club miraban atónitas. John me seguía.
De camino al hospital, Silvia comenzó a empeorar.
-La sobredosis de éxtasis le está provocando una taquicardia- el asistente confirmaba lo que desgraciadamente esperaba.
Los desfibriladores fueron inútiles. Silvia se moría delante de mí, y yo no podía hacer nada. No pudo ni siquiera llegar al hospital; su corazón dijo basta.
John observaba la situación distante, sobrecogido, inmóvil. Cuando el asistente anotó la hora del fallecimiento, John rompió a llorar. De repente, extrajo una Glock de su chaqueta y la metió en su boca. El impacto fue bestial.


XXI


Fui el único asistente al entierro de Silvia. Quizás John me habría acompañado, pero eligió quitarse la vida, y lo entiendo. Hoy, esta noche, cinco días más tarde, creo que a mí me faltan huevos hasta para eso.
Yo elegí el bolígrafo, el papel, mi memoria y el frío de la noche antes que el cañón, la bala y lo desconocido. Después de todo, Silvia se marchó sin decirme adiós. Ni tan siquiera me pidió que le guardara un secreto. Tras contar su historia puedo reafirmar que admiro a Silvia profundamente. Ahora más que nunca entiendo que todo lo hizo en base a unos valores. Unos valores fuertes y auténticos, pese a su difícil vida. Y, como todos, murió víctima del amor. Porque sí, aquello también era amor.
No hubo reportaje estrella. No cayó ningún gobierno. John Santos ha sido sustituido, sin más efectos. La droga sigue circulando, con más fuerza que nunca. Los clubs y las putas siguen abiertos. Pero Silvia se ha ido, y me ha dejado solo.
Todo es cuestión de piezas. Mi vida se resume en ella. No se introduce, pero sí se desarrolla, muere y concluye con Silvia. Todas las piezas de mi puzzle son suyas, y ahora sólo espero que en su puzzle yo tenga alguna pieza.
No contamos con piezas que no encajan porque no encuentran su lugar, con piezas que no encajan y deberían, piezas que encajan y no deben…
Te quiero, Silvia.

*Óliver Pramol fue hallado muerto en la mañana del martes veinte de enero del 2016. Unos niños que iban a la escuela lo encontraron muerto junto a un contenedor. Al parecer murió congelado durante la noche. Pramol era un vagabundo y cuando fue descubierto sólo poseía una libreta, un bolígrafo, y un cartón de cigarrillos vacío. Nadie denunció su desaparición ni preguntó por él.



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