Me dijeron que podría ser demasiado peligroso ese asfalto. Y volví sobre mis pasos, hacia aquella montaña y aquella pendiente, aquella escalada.
Arriba, aún más arriba de mí, veía a las gaviotas respirando sal, planeando. Agarré con más fuerza si cabe la piedra que me mantenía pegado a la pared. Más consciente que ninguna otra vez de que soltarla significaba morir.
Pero soplaba la brisa tras mi hombro, y la gravedad se desvanecía y me permitía soñar con surcos de polvo. Dejarme caer, sonaba demasiado difícil. Aunque quizás mereciera la pena el golpe.
Me visitaron los murciélagos y los búhos. Me observaban silenciosos desde su mundo de luz, como observaba yo a la Luna que gobernaba la noche.
Me encanta pensar que sonríe por mí. Seguir sus ojos y ver cómo se funden con el mar, siempre abajo. Hermoso, pero siempre abajo.
¿Estará el agua fría?
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