Creía que las leyes de la física no existían en mi jardín. Quizás ese fuera mi (primer) gran error.
Pretendí regar cada flor con el mayor esmero, como si fueran únicas. Las quería -y las quiero- a todas por igual. Escucharlas, darles luz, recibir el oxígeno de sus fotosíntesis. Mantenerme con vida.
Hasta que la física me golpeó, demostrándome que mi jardín era demasiado grande, las distancias demasiado extensas, incluso para alguien como yo. Tampoco el agua era suficiente para abastecer a todas.
Me empeñé en abarcarlo todo, tirando siempre adelante con mis flores, hasta que un día la naturaleza me agarró y me dijo: "Déjame hacer".
Hoy en mi jardín hay flores marchitas de las que recuerdo su hermosura, flores que se van marchitando aunque no las piense dejar morir, y flores esbeltas, hermosas como ninguna, que día sí y día no me cuentan los secretos que todo ser alberga.
Decidí hacer caso a la naturaleza, y resignarme a ver a algunas perder su color y su brillo. Pero llega el verano, y mi mayor preocupación es si llegarán algunas vivas al otoño, sin conocer aún el parte de la primavera.
Mi mayor error fue creer que podía controlarlo todo.
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