VIII
Desde mediados del 2014, toparme con Silvia en la noche de
Orelan se convirtió en rutina. La chica frecuentaba los puntos negros de la
ciudad persiguiendo droga. Reconozco que yo mismo le vendí algo. De su boca
supe que no le iban mal las cosas, aunque vivía de las rentas. Decía que quería
ser escritora, y que dedicaba muchas horas a esa actividad.
Podría decirse que Silvia y yo entramos al mundo de la noche
al mismo tiempo. Comprábamos, vendíamos, consumíamos, nos cruzábamos en bares,
discotecas, esquinas… Así, descubrí que mi instinto paternal hacia la criatura
de tirabuzones rubios permanecía intacto. La quería, y la veía muy niña aún
para ese ambiente… Decidí que tendría siempre un ojo encima.
Obvio que por un lado me alegraba, pero por otro lado me
entristecía que Silvia nunca necesitara mi ayuda. Siempre controlaba. Nada se
le iba de las manos, ni siquiera las intenciones de los que la rodeaban. Una
noche, la vi adentrándose en un callejón con un tipo al que yo no conocía.
Alejados del tumulto, discutían. Me preparé por si debía entrar en acción,
aunque claro, ¿qué podía hacer un cuarentón como yo?
De repente, él extrajo una navaja y la situó próxima al
cuello de Silvia. Antes de que pudiera hacer nada –ni él ni yo-, Silvia tenía
una pistola entre los ojos de éste, que lo obligó a bajar su arma. Con un gesto
de la cara, Silvia lo mandó lejos. Él la obedeció. Mientras, ella quedó allí de
pie apurando un cigarro.
No daba crédito a lo que acababan de ver mis ojos. La
pequeña Silvia sabía muy bien lo que tenía que hacer. A lo mejor era ella quien
debía protegerme a mí.
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