IV
Entre mis mejores recuerdos siempre quedará una tarde de
mayo. Silvia había cumplido ya los trece años. Yo me encontraba en el jardín
con mis rosas y mis cosas, ustedes ya saben. Eran cerca de las cuatro y Silvia
ya debería haber llegado de su instituto. Su primer año de instituto, quién no lo
recuerda con cariño. Todo tan extraño, tan desorientado… con miedo, incluso.
Aquella época en la que los niños querían ser futbolistas, bomberos,
astronautas, y las chicas escritoras, modelos, diseñadoras…
Yo quería ser juez. O abogado, o yo que sé. Yo quería hacer
justicia. Era mi mayor ambición. Mi educación me había mostrado realidades que
pocos de aquellos ilusos futbolistas, bomberos o astronautas, conocían.
Ninguno, me atrevería a decir. Yo ya sabía que la vida era una mierda. Una
mierda muy injusta. Me habían enseñado a distinguir entre buenos y malos, de lo
que deduje que los buenos temen a los malos pero los malos no temen a los
buenos. Y yo quería que a mí me temieran los malos.
Sin embargo, la escuela de la calle, de mi calle, me enseñó
y me demostró que el mundo es demasiado complejo como para distinguir entre
buenos y malos sin más. Todo lo que hacemos tiene un motivo y un efecto, así
como todo lo que pensamos. Inclusive, la mayor locura jamás antes cometida por
el mayor de los locos. ¿Pero que levante la mano el loco, no?
Una tarde de mayo yo me encontraba en el jardín con mis
rosas y mis cosas cuando los vi llegar. Silvia caminaba junto a Marco, vecino y
de su misma edad. Silvia apretaba su carpeta contra su pecho y sonreía mirando
el suelo. Marco no perdía de vista aquellos tirabuzones dorados que le impedían
contemplar sus verdosos ojos. Iban de la mano.
Decidieron detenerse en una esquina antes de separar sus
caminos. Los dos se miraron y se buscaron el iris. Él agachó la cabeza y ella
elevó la barbilla. Se besaron con timidez y silencio. Efímero, para que el
momento fuera solo suyo.
Al entrar en el jardín aún le duraba una sonrisa traviesa.
Me miró y le devolví indiferencia en el saludo. No quería parecer un cotilla.
-Será nuestro pequeño secreto, Óliver - me dijo.
Al girarme, ella esperaba una respuesta.
-No lo dudes, mi niña.
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