V
La adolescente Silvia comenzó a salir con Marcos en mayo de
2005. Ambos forjaron un amor infantil e inocente, el primero, por tanto puro.
Se veían todos los días pasando horas y horas juntos. Esto provocó que yo
volviese a mi triste aunque añorada por otra parte soledad; mi relación con
Silvia se diluyó a un “hola” y “adiós” fugaz.
En marzo de 2008, en vistas a cumplir tres años de relación,
me sorprendió ver a Marcos entrar de forma apresurada en la casa, pasando por
el jardín. Ni siquiera me vio, lo cual no me molestó pero me pareció
significativo. Obvio; los Zaho habían salido a ver una obra de teatro. “¡Já!,
jóvenes…”. Sonreí para mí y volví a mis labores.
Permanecí alrededor de una hora reflexionando sobre el sexo.
Tampoco es que mi actividad sexual haya sido bárbara, pero sí tengo unas
ciertas opiniones. A pesar de que el sexo nunca dejará de ser sexo, hay que ver
qué simplista se había vuelto todo. Y no lo pensé por Silvia y Marcos, no. Ahí
había amor. Pero hoy en día, el amor en el sexo era un bien escaso. Podría
decirse que la actividad sexual se acercaba más a lo que podía ser un deporte.
Como digo, una hora después de entrar, Marcos salió. Esta
vez más a prisa que como llegó. Silvia no había salido con él. Tampoco se había
asomado a la puerta para despedirlo. Decidí pasar para comprobar qué sucedía.
Algo no pintaba bien.
Escuché el llanto de Silvia, en su cuarto, desde el salón.
La puerta se encontraba abierta de par en par. La cama estaba deshecha, y el
resto de la habitación… igual. Busqué en los ojos de la niña una explicación.
-Ha sido horrible…- fue la respuesta.
Resultó que Marcos había tenido un problema con los
preservativos; el látex le dio alergia. En medio del calentón, los chicos no
supieron parar, echando el resto en una loca marcha-atrás poco efectiva. Marcos
eligió marcharse, dejando a Silvia rota.
Acompañé a la pequeña Zaho a una farmacia para comprar una
píldora del día después. Verdaderamente, no sé qué cojones hacía yo metido ahí.
Supongo que había enfatizado con la chica.
Silvia andaba muy nerviosa antes y después de ingerir la
píldora. Sudaba copiosamente.
-Será nuestro pequeño secreto, ¿verdad?- se repetía la
escena, pero esta vez su mirada era suplicante.
-Sí, Silvia…
Me miró como si desconfiara de mi palabra y prestó a tención
a cómo encendía el cigarro que acababa de llevarme a la boca. Entonces ella
sacó otro de su bolsillo.
-¿Me das fuego?
Sorprendido, acerqué el mechero mientras ella con sus manos
lo protegía de la brisa amenazante.
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