Comencé a trabajar para los Zaho cuando la pequeña Silvia
tenía cuatro años. Recuerdo el sol de aquel verano. Echando la vista atrás,
nunca se metieron en mi trabajo: yo cumplía, ellos pagaban… al menos al
principio. Por aquel entonces –verano de 1996- los Zaho vivían en Coret, un
pueblecito a las afueras de Orelan, donde trabajaban Robert y Maggie.
Me ocupaba de un jardín precioso, pero mal cuidado. Me costó
entender que pudiera desatenderse de aquella forma la belleza. Robert solía
dejarme el periódico al mediodía tras haberlo leído él, y en ocasiones me
permitía llevármelo. No obstante, no cruzábamos palabra. Tampoco lo necesitaba.
Maggie solía traer un zumo y algún dulce cuando el sol apretaba. Ella era
educada con las palabras.
No podía quejarme de mi situación: trabajaba en lo que
quería, sin ser molestado, con un material de lujo, y me pagaban bien. Los Zaho
parecían satisfechos. Sin sobresaltos… hasta aquel día. Me hallaba concentrado
en una poda cuando escuché a mi espalda que algo se zambullía en el agua de la
piscina: la pequeña Silvia se ahogaba. Sin pensarlo dos veces me lancé de cabeza
y conseguí rescatar a la niña antes de que fuera demasiado tarde. Tras asegurarme
de que Silvia respiraba, me dejé caer en el césped, abatido.
Atónito, me paré a pensar en que los Zaho continuaban
inmunes a lo sucedido. Cargué a Silvia en brazos y me aproximé a la puerta de
la casa, golpeando el cristal. Robert abrió y nos dio la espalda sin dejar de
hablar por su móvil. Ni se había percatado de la toalla que envolvía el menudo
cuerpo de su hija. Silvia podía haber muerto ahogada perfectamente tras el
despiste de una puerta abierta al jardín.
Decidí no informar a los Zaho de lo sucedido, pero Maggie me
encontró con la pequeña en medio del salón. La madre exageró su sorpresa y se
ocupó de la niña. Yo miré fijamente sus ojos, y volví al trabajo. Desde aquel
momento, Silvia pareció asimilar desde su infantil ignorancia, o inocencia, que
me debía algo. Comenzó a frecuentar visitas hacia el jardín, recibiendo yo una
doble responsabilidad, ésta segunda como niñera.
Tengo que reconocer que ya por entonces los mechones rubios
de Silvia se dejaban caer sobre unas mejillas carnosas que aullaban a dos lunas
verdosas. La niña se convirtió en mi mejor compañera. A cambio, yo la protegía
de las arañas que tanto la asustaban.
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