III
Los años pasaban como brotan y caen las plumas de los
árboles alados de hoja caduca. Yo siempre había sido una persona solitaria y
casi oculta, refugiado en el silencio y abrigado en la naturaleza. No obstante,
las cosas cambiaron; acepté sacrificar el recogimiento de mi soledad en favor
de la atención y el entusiasmo de Silvia. En un pasado de esquinas y pasillos
sin luz como el mío, sonrisas como la de aquella chiquilla no tenían lugar.
Aquel mi presente se llagaba entre esos dos finos labios inocentes y vírgenes.
Cada minuto de mi vida a su lado se convirtió en un constante mirar al reloj
para contar los segundos que discurrían entre destello y destello. Por suerte
eran pocos, y mirando al futuro, me aterraba volver a aquellas esquinas y a
aquellos pasillos.
Mas creo que aún no he hablado de Maggie, ¿cierto? Oh,
Maggie era una mujer preciosa. Suponía que Maggie algún día fue tal como era su
hija, y que tarde o temprano Silvia terminaría convirtiéndose en una hermosa
mujer, a semejanza de su madre. Maggie era una superviviente. Desarraigada, su
“familia” la abandonó, y la pequeña vagó de hogar en hogar sin poder huir del
pozo de la pobreza. Y el hambre agudiza el ingenio.
Ni que decir tiene que todo esto no lo sé por su propia boca
sino por la de Silvia, muchos años más tarde. Maggie, en su infancia, vio
cosas. Y el mayor terror en su vida fue siempre volver a esas cosas. Pese a
haber nacido en uno de ellos, hay pozos a los que uno no quiere volver jamás.
Yo no conocía los argumentos de Maggie, pero sí los míos como para tener miedo
al pensar en un futuro igual que el pasado.
Maggie no tenía un trabajo fijo ya que Robert no quería que
así fuera. Disponía de total libertad, y pasaba mucho tiempo fuera de casa
desde que me gané la amistad de Silvia. Iba de compras, salía con sus amigas,
acudía a eventos culturales y deportivos… esto no ayudó a la infancia de
Silvia, pero claro, ahí estaba yo.
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