No recordaba haber escrito las palabras que ahora tenía
frente a mí, en el folio. Era mi letra, de eso no cabía ninguna duda. ¿Cuándo
lo había escrito? ¿Hace meses? Imposible, no las había extraído de ninguna
carpeta antigua. Comencé a leer y…
De repente sentí que me ahogaba. El mar y su cólera me
golpeaban y dirigían mi rumbo. No tenía oxígeno, tenía que buscar la
superficie. En mi lucha contra las aguas vi los restos de un naufragio. Vi
cuadros de mujeres bellas que se hundían sin remedio pasando por mi lado y vi
oro derramarse hasta el olvido. No podía detenerme; estaba comenzando a
desfallecer. Mis párpados no recibían impulso para permanecer abiertos, y mi
pulso dejaba de responder…
Su sonrisa me hizo mirar al suelo. Hierba fresca, y un tablero
de ajedrez. Cuando me atreví a volver a dirigir mi mirada hacia arriba, los
ojos de una joven morena me susurraban que había vuelto a perder la partida. El
movimiento grácil de sus manos, sugería volver a intentarlo. Sin saber cómo
mueve cada ficha, deslicé el peón más valiente para luego esperar un movimiento…
“Doctor, puede empezar”. Un pecho abierto me mostraba lo que
la piel esconde. Venas, sangre. Y un alma que lloraba desconsolada en el
interior. Como un bebé se acurrucaba en un espacio próximo al corazón, entre
los dos pulmones. Me miraba con temor, una sensación distinta al pavor que me
invadió cuando vi a quién pertenecía al cuerpo. Al ver su rostro inerte y su
pelo rubio recogido, supe que amaba a esa persona. Antes de terminar de
preguntarme qué estaba haciendo, mis manos actuaron solas haciendo gritar de
horror al alma…
Me sentía feliz. Los rayos de sol que la cristalera de la
estación de tren dejaba pasar dotaban a mi vestimenta de un brillo especial.
Ella me sonreía. Era hermosa y destilaba clase. Yo también iba elegante, pero
de un vistazo comprendí que yo no solía vestir así. Que no era natural en mí, y
que probablemente habría destinado todos mis ahorros para realizar el viaje de
etiqueta. Ella pasó primero. Ya en el interior del tren, se dio la vuelta para
dedicarme un beso. Sonreí e intenté seguir sus pasos. Pero mi billete no era de
primera clase. “Tú no puedes pasar”.
El canto de los pájaros me despertaron. Deduje que era
domingo y no debía ir a trabajar. Quería recordar tener un oficio. Un jefe y un
sueldo. Pero lo que más me importaba lo tenía junto a mí. O eso creí. Me miraba
sonriente pero inexpresiva. Sus labios rosados no expresaban vida y sus ojos no
brillaban. Quise pasarle un dedo por la nariz… pero no sentí su piel. Probé a
rozar su mejilla… pero mi mano la atravesó. Quise abrazarla… y terminé abrazado
a mí mismo.
Y es que tras tantos sueños, tras tantas películas… nunca te
tengo.