Despierto del letargo aunque no abra los ojos. No siento
absolutamente nada, lo que contrasta con las heridas de mi piel precisamente
por ese motivo: sentir. Noto los sentidos entumecidos y no puedo mover las
extremidades, flotando en la nada.
Porque es nada lo que me rodea. Aquello que me mueve a
seguir cambiando el mundo está lejos. A veces cerca, pero lejos. Sólo siento la
nada, y una extraña caricia a mi piel. Un momento, hace un instante no sentía
nada, pero sigue siendo “nada” lo que me rodea.
¿Estaré muerto?
Si presto silencio en mi cabeza, oigo voces a lo lejos.
Quizás esté en quirófano, después de una nueva caída intentando volar. Quizás
estoy inconsciente, tras una nueva borrachera confundiendo el “beber para
olvidar” con beber para ser olvidado. Quizás sea cierto que estoy muerto, y
sean otros muertos los que hablan ahí fuera. ¿Será el cielo o el infierno? No
sé para cuál he hecho más méritos. Nunca escuché al diablo de mi izquierda,
pero tampoco al ángel de mi derecha. Sólo me escuché a mí. Y no sabría decir si
fui más ángel o diablo.
Posiblemente ésta sea mi última oportunidad para declinar la
balanza de mi vida, de mi existencia. He hecho cosas mal y he hecho cosas bien.
He hecho cosas malas y he hecho cosas buenas. He hecho cosas que no debería y
debería haber hecho cosas que se han quedado sin hacer. Pero diría que he caído
de pie en el camino adecuado.
-Cipote, que eres un cipote.
Las palabras llegan acompañadas de agua en mi cara y esta
vez sí abro los ojos. Me había quedado dormido flotando en la piscina y mi
padre está en el borde, despertándome y advirtiéndome que la comida está lista.
Me ofrece un pedazo de pan con un poco de chorizo encima.
Vuelve a sacarme una sonrisa, y vuelve a su vez a borrarme
la idea de que “nada” tiene tanta importancia.
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