Rara vez asomaba Criso sus ojos hacia la superficie. Todo ahí fuera era extraño, sucio y banal; inferior pese a estar por encima. Nada comparado a la humedad de su lago.
Desde que tenía conciencia, Criso recordaba su vida entre las aguas. Rara vez entraba en contacto con el aire puro, aquella extraña sustancia que parecía ser sustento de la gran mayoría de seres. A estos seres los observaba a menudo, con timidez siempre, acompañada de una extraña sensación que oscilaba peligrosamente entre la más profunda prepotencia y la más vergonzosa admiración.
A orillas del lago acudían desde antes que Criso naciera, serpientes. Serpientes que susurraban sin entrar al agua, dejando que las ondas de su silbido penetraran en el lago y paralizaran los sentidos de Criso. Pese a que él siempre se reponía, alguna vez estuvo tentado a salir.
"¿Qué había de malo en salir ahí fuera?". Al fin y al cabo, ellos también respiraban. Ellos también vivían. Ellos también reían y bailaban; seguramente esto último más que el propio Criso, quién creía ser feliz en su lago.
Las serpientes seguían silbando, y Criso no podía evitar prestar atención. Alguna vez sacó la cabeza. Alguna vez se encaminó a la orilla y casi vio la lengua bífida. Pero siempre, siempre, terminaba volviendo al lago, a ahogarse para sobrevivir y ser eterno.
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