La muerte. ¿Qué es la muerte sino una realidad? Una realidad que no podemos evitar por más que se empeñe la fantasía. No existen brebajes que eviten lo inevitable: el fallecimiento. Y así, aceptando la muerte como una parte más de nuestra existencia (aunque sea la parte en la que finalice) recorremos nuestro camino a base de respirar.
Recorremos la vida como serpenteando por un precipicio. Andamos sobre una delgada cuerda. Pie derecho. Pie izquierdo. El uno delante del otro. Pasito a pasito. Con miedo a caer al abismo, desconfiando de nuestro equilibrio. Pensando más en el abismo que en lo que aún queda por recorrer. ¿Merece la pena andar por la cuerda? La fragilidad del ser humano enloquece. ¿Pero qué es mejor: ser consciente o inconsciente del riesgo al que nos sometemos? Yo no tengo dudas.
Comparo la existencia del humano con una vela que arde. Una vela coronada por la llama. La llama arde angustiada. ¿En qué momento llegará la ráfaga de aire que me apague? Encogida en su temor, la llama espera su fin. Evidentemente, el fin, como todo, llega. Pero esta angustia, este temor, le ha hecho no disfrutar su existencia como debería. Su combustión no demostró la fuerza del fuego. Su esplendor no iluminó la habitación como debería.
En el momento en que perdamos el miedo a la muerte, conseguiremos vivir. Y no me refiero a perder el miedo con trucos ni mentiras, ni pensando en resurrecciones. Afrontemos la muerte como algo natural que siempre llega. Y no perdamos el tiempo esperando su llegada. Quizás dejemos de caminar con miedo. Quizás consigamos iluminar la habitación que es nuestra existencia.
Paz!
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