Poco a poco, no sin amargura, me fui adaptando a esta mi nueva vida. Cada cierto tiempo, conocía a un nuevo ser humano. Todos miran y sonríen. ¿Tendré monos en el pico? De vez en cuando, me silbaban. Al tiempo, tras muchas caras de desconformidad, descubrí que su intención era que cantase con ellos. Con mis ojos intentaba decirles: “Lo siento, pero no me inspiráis.”
Empecé a odiar mi alimento. Alpiste lo llaman. Me sabe a mierda. Lo peor de todo, es que hasta que no lo terminase, no me daban más. Bueno, más que más, preferiría algo distinto que al menos me gustase. Con esa intención lo devoraba, pero nunca conseguí mi objetivo.
Cuando hacía buen tiempo, asomaban mi antro al aire libre. Oía a los pájaros cantar, y entonces cantaba yo también. Pero desafinaba. Siempre desafinaba y reventaba la orquesta. Muchos pájaros me miraban de lejos. Algunos se acercaron. Pero mi compañía humana los espantaba. Podía ver melancolía en sus ojos. Tristeza. Piedad. Los valientes que se acercaban, regresaban entre los suyos decepcionados, como esperando que partiese los barrotes y huyera con ellos. Yo los picoteaba, sin éxito.
Estas visitas me hacían pensar si de verdad era feliz. Sí. Tenía agua, tenía comida. Sobrevivía. Muchos de los míos en libertad no tienen esa suerte. Pero en mi interior surgió el anhelo de libertad, aun teniendo que soportar el riesgo de la muerte. Aceptando la lucha por la supervivencia. Pero en libertad.
Comencé entonces a aborrecerlo todo. Me di cuenta de que ya, no era un pájaro. Me habían cortado las alas. Dudé de si sería capaz de soportar el viento al volar. Ya no soy lo que nací. Dejé de cantar. Dejé de comer. Dejé de beber. Tan solo el anhelo de libertad me movía a seguir respirando. Solía imaginar el día de mi revolución.
¿Moriré en mi espera, o conseguiré mi libertad? Querido lector, tú pones el final a esta historia. Pero no lo imagines. Actúa.
Paz!
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