Era ella. Lo había vuelto a hacer, no me quedaba duda. Ese olor a pecado inocente, ese "las circunstancias me empujaron a hacerlo". Esas pistas, que quedaban en torno a la escena del crimen, marcando una senda que solo llevaba hacia un lugar: hacia ella.
Lo pretendió desde un principio, desde que comenzara esta masacre en la que la sangre quedaba en el cuerpo. Me propuse que sería la última víctima de esa maldad y, para qué ocultarla, mi incompetencia. La experiencia me armó sin pretenderlo: por primera vez sabía dónde buscar.
Demasiados fracasos. Demasiadas ocasiones en las que la miel resbaló por mis labios deslizándose por mi barbilla al pecho, inútil. Esta vez no se iba a escapar porque, aunque ella no lo supiera, yo también era ladrón.
Conocía la teoría, la práctica y el escondite. Ya hice arder los escrúpulos. Los quemé ante mis ojos, sin anestesia, repitiéndome que lo que el fuego devoraba no eran más que mis cadenas. Me adentré en el hurto y el delito entró en mí, como el sol en el mar a la noche.
No fui amable al tocar a la puerta. La llave no estaba echada. Por fin pondría rostro a ese oscuro ser que me robaba el sueño, que me hacía caer cuando quería volar. Una tenue lámpara iluminaba un cuarto pequeño. Alguien jugaba en el suelo. Ella era ella. Siempre la había conocido. Jamás la dejé de conocer. Me miró como siempre lo había hecho, con ojos que derriten razones. Y rompí a llorar.
Me sequé los ojos y, exaltado, descubrí sangre en mi rostro. Yo era ella. Yo la convertí en asesina. Yo la había matado.
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