lunes, 30 de abril de 2012

Duda en exceso y no comerás.

 -¡¡Vamos!!-. Con ese potente y estimulante rugido mi madre nos daba a entender que la comida estaba lista, y que los segundos corrían en nuestra contra. Tras un par de avisos más, mi hermano pequeño y yo subimos las escaleras y nos sentamos en torno a la mesa. Fue entonces, con un plato del que rebosaban unas verduras, un huevo y un filete delante, cuando mi mente entró en trance.

 ¿Sería esta comida adecuada a mi dieta? Debo cuidar mi físico, que la cerveza hace bulto. ¿Estaba el filete en condiciones? Le di la vuelta para observarlo mejor, y pese a no encontrar nada aparentemente perjudicial, tampoco encontré nada que disipara mis dudas. Esa cebolla. ¿Será de las que hacen llorar? El naranja de la zanahoria no emitía la plenitud y la energía que yo esperaba de ella. Pero, ¿y el huevo? Me pareció demasiado estable a primera vista, pero al acercar mi tenedor tembló atemorizado. Y por cierto... ¿primero fue el huevo o la gallina?

 Para salir de este bache tan extraño decidí echar un trago de agua, no sin antes asegurarme de si el vaso estaba lleno o vacío. ¡Qué terror el mío al beberme el vaso de un solo trago! Me asaltaron conspiraciones sobre el origen de ésta, ya que como hacemos en mi ciudad, bebemos del grifo al tener asegurada su potabilidad. ¿Podía estar seguro de ello?

 Una vez superada la crisis del agua, decidí empezar a comer. Pero... ¿qué era mejor? ¿Ingerir las variedades una por una, o intercalándolas? Podía empezar devorando toda la verdura, que me gustaba menos, y luego dedicarme sin preocupaciones a disfrutar de mi filete, o podía empezar con el filete, ya que me moría por hincarle el diente, y luego, sobre la base de placer que éste suponía, dedicarme a la verdura. Peso un elemento rompió todos mis esquemas: ¿y el huevo, pa' cuando?

 Decidí que cuando tuviera el cuchillo y el tenedor en mis manos, cerraría los ojos y, arriesgándome a saborear parte de mi dedo corazón, convertiría mi jalar en un azar imposible de adivinar. A todo esto, mi estómago comenzaba a impacientarse, así como mis glándulas gustativas salivaban ante tal manjar. Pero antes había que agarrar con firmeza los cubiertos. Ahí explotó mi cerebro. Mi mente quedó en blanco: ¿el cuchillo con la derecha y el tenedor con la izquierda o el cuchillo con la izquierda y el tenedor con la derecha?

 Alcé la vista de mi plato y miré a mi madre. Me miraba atónita, casi asustada, y así me miraban también mi hermano y mi padre. Por supuesto, la comida se quedó fría.


Paz!

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