Cuenta la leyenda que todo artista tiene una musa. No iba a ser distinto en el gremio de los escritores, que artistas como los que más vivimos presos de la inspiración.
Cuenta la leyenda que estas musas eran belleza personificada, que su resplandor iluminaba la noche, que su sonrisa cegaba durante el día. Tan dulces como amargas, enamoran y desquician al mismo tiempo.
Cuenta la leyenda que estas musas eran semi-diosas. Seres místicos tan reales como alejados de la realidad. Hijas de Zeus que juegan con los humildes humanos meciéndolos en la palma de la mano para posteriormente cerrar el puño.
Evidentemente, yo también tengo mi musa. Mas mi musa es compleja y se aleja de las más célebres de su género. Difiere en contenido y forma y difiere lo que escribo. Pues mi musa no me susurra ideas al oído; me las grita. Mi musa no acaricia mi pincel; lo golpea. Mi musa no me ayuda a conciliar el sueño; me despierta en medio de la noche y me pone a escribir.
Mi musa no despierta entre nubes y en el cielo azul; mi musa amanece en una esquina y su cielo contaminado es gris. A mi musa no le cantan los pájaros ni se posan en su mano; a mi musa la irritan los claxon de los coches que casi se la llevan.
Pues a mi musa también le falta tela para cubrir su cuerpo; mas a mi musa le falta porque no puede permitírsela, y ella sí desea estar abrigada. Porque mas que una princesa de palacio mi musa es una prostituta rusa con sida y embarazada.
Tan real como el suspiro de quien no llega a fin de mes. Tan próxima como la lágrima de quien pierde un familiar. Ahí fuera, a mi musa la llaman Realidad.
Paz!
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