No faltan abrigos precisamente en mi casa. El fuego de la chimenea calienta un amplio salón decorado en sus paredes por cuadros con una gama de los colores más diversos; desde el florido primaveral y su alegría, hasta una cópula de grises y negros misteriosos e hipnóticos que esconden un cofre tras las tinieblas. Y todos me pasan la mano por el pelo y me besan la frente, protegiéndome de los reveses de la vida y procurándome una cama en la felicidad.
Pero apoyo los pies en el suelo, me levanto en el sofá y abro una puerta. Dos. Tres. Piso la nieve y la hiel entumece mis sentidos, mi confianza. Alzo la cabeza y atravieso la cancela. Fijo la mirada en ese muro de piedra, en ese sarcófago que el tiempo no desgasta. Me estremezco.
Ya no poseo el calor del fuego de mi chimenea, ni el cariño de mis cuadros. No tengo a nadie. Estoy solo. Solo con el frío, con la lluvia, con el granizo que comienza a caer sobre mis hombros. Ataco. Golpeo con mis puños el muro, la piedra. Mis manos gritan y lloran sangre. Añoro la comodidad de mi salón. Pero el interior del sarcófago bien merece el esfuerzo.
Así que tengo dos opciones: o me abro y vuelvo a la comodidad de mi salón y la visita de esas mujeres, o enfrento aquello en lo que creo. La sangre de mis manos dibuja un "te quiero" en la piedra, y entonces tomo la decisión. Aprieto mis puños y piso firme. Despierto las llamas y derrito la hiel que debilita mi confianza.
Abriré ese sarcófago.
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